viernes, 29 de marzo de 2013

AL PIE DE LA CRUZ...

AL PIE DE LA CRUZ: DIOS SE SACRIFICÓ POR LA HUMANIDAD SUFRIENTE
Leopoldo Cervantes-Ortiz
29 de marzo, 2013
Para Alberto F. Roldán, con afecto y profunda empatía
Precisamente a eso han sido llamados: a seguir las huellas de Cristo, que padeciendo por ustedes, les dejó un modelo que imitar: Cristo, que ni cometió pecado ni se encontró mentira en sus labios. Cuando lo injuriaban, no respondía con injurias, sino que sufría sin amenazar y se ponía en manos de Dios, que juzga con justicia. Cargando sobre sí nuestros pecados, los llevó hasta el madero para que nosotros muramos al pecado y vivamos con toda rectitud. Han sido, pues, sanados a costa de sus heridas…
I Pedro 1.21-24
El anti-Evangelio: las palabras de sus enemigos y verdugos
El evangelista Lucas no se ahorra ni nos ahorra las palabras de los enemigos y verdugos de Jesús, por el contrario, las consigna y con ello es posible contrastar el vigor de la actuación de Jesús, la pasividad de sus seguidores (Pedro entre ellos, “Pero todos los que conocían a Jesús… se quedaron allí, mirándolo todo de lejos”, v. 49) y la fidelidad de las mujeres al pie de la cruz (“numerosas mujeres que lloraban y se lamentaban por él”, v. 27b; “y las mujeres que lo habían acompañado desde Galilea, se quedaron allí, mirándolo todo de lejos.”, v. 49). El pueblo, amorfo, acompañó todo como un testigo entre curioso, incrédulo y morboso (“Lo acompañaba mucha gente del pueblo”, v. 27a; “La gente estaba allí mirando”, v. 35a).
Desde el principio, los falsos acusadores sueltan su veneno: “Hemos comprobado que este anda alborotando a nuestra nación. Se opone a que se pague el tributo al emperador y, además, afirma que es el rey Mesías” (v. 1); “Con sus enseñanzas está alterando el orden público en toda Judea. Empezó en Galilea y ahora continúa aquí” (v. 5). Y aparece la multitud, enardecida y ciega, varias veces:“¡Quítanos de en medio a ese y suéltanos a Barrabás!”, “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” (vv. 18b, 19b). Luego, las autoridades religiosas: “Puesto que ha salvado a otros, que se salve a sí mismo si de veras es el Mesías, el elegido de Dios” (v. 35b). Los soldados se unieron a este coro fatuo: “Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo” (v. 37). Y uno de los criminales al lado suyo, hizo lo propio, insultándolo: “¿No eres tú el Mesías? ¡Pues sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros!” (v. 38b). Todo ello agravaba la ignominia, la hacía más insoportable y el drama crecía inexorablemente.
Las palabras del otro compañero de Jesús en la cruz
Como contrapeso, el otro criminal colgado y crucificado increpa al tercero y le pregunta: “¿Es que no temes a Dios, tú que estás condenado al mismo castigo?”, para luego afirmarle: “Nosotros estamos pagando justamente los crímenes que hemos cometido, pero este no ha hecho nada malo”. Y finalmente, se dirige a Jesús en un clamor desesperado y urgente, toda una súplica de fe para salvación: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey”. (vv. 40b-42). J.L. Borges, atento lector del Evangelio, plasmó este momento en unos versos magníficos y propuso una sensible interpretación:
Lucas, XXIII
Gentil o hebreo o simplemente un hombre
cuya cara en el tiempo se ha perdido;
ya no rescataremos del olvido
las silenciosas letras de su nombre.
Supo de la clemencia lo que puede
saber un bandolero que Judea
clava a una cruz. Del tiempo que antecede
nada alcanzamos hoy. En su tarea
última de morir crucificado
oyó, entre los escarnios de la gente,
que el que estaba muriéndose a su lado
era Dios y le dijo ciegamente:
Acuérdate de mí cuando vinieres
a tu reino, y la voz inconcebible
que un día juzgará a todos los seres
le prometió desde la Cruz terrible
el Paraíso. Nada más dijeron
hasta que vino el fin, pero la historia
no dejará que muera la memoria
de aquella tarde en que los dos murieron.
Oh amigos, la inocencia de este amigo
de Jesucristo, ese candor que hizo
que pidiera y ganara el Paraíso
desde las ignominias del castigo,
era el que tantas veces al pecado
lo arrojó y al azar ensangrentado.[1]
Las palabras del Mesías y mártir liberador
Al ver a las mujeres que lo acompañaban en el viacrucis más cerca que nadie, Jesús se dirige a ellas para consolarlas y anunciar la actuación de Roma contra el pueblo, citando al profeta Oseas y sin dejar de referirse a sí mismo, en un lenguaje apocalíptico: “Mujeres de Jerusalén, no lloren por mí; lloren, más bien, por ustedes mismas y por sus hijos. Porque vienen días en que se dirá: ‘¡Felices las estériles, los vientres que no concibieron y los pechos que no amamantaron!’.La gente comenzará entonces a decir a las montañas: ‘¡Caigan sobre nosotros!’; y a las colinas: ‘Sepúltennos!’. Porque si al árbol verde le hacen esto, ¿qué no le harán al seco?” (vv. 28-31). “Jesús emite una severa advertencia para que los habitantes de Jerusalén se arrepintieran de su rechazo a él, justo e inocente, el profeta de Dios. De no hacerlo, el castigo de Dios caería sobre ellos. Sin embargo, como muestra el modelo del profeta rechazado, el castigo no es la última palabra de Dios para su pueblo. En 23.34a, como en las predicaciones de Hechos, mostrará Lucas que Dios extiende de nuevo el ofrecimiento del perdón a quienes habían rechazado a Jesús”.[2]
En efecto, Jesús, ya crucificado, se dirige al Padre para pedir el perdón para quienes “no saben lo que hacen”, una oración congruente con sus enseñanzas (exclusiva de Lucas) pues, como sugiere en ese momento el Maestro, ¡Dios podrá perdonar incluso el crimen de su Hijo! Nada menos. “Esta oración de Jesús es parte esencial de la teología lucana del profeta rechazado y de un Jesús que enseña y pone en obra el amor a los enemigos (6.27-28; 17.4). […] Jesús, que había venido a llamar al arrepentimiento a los pecadores, continúa su ministerio hasta el final” (Idem). A continuación, al escuchar las palabras del malhechor arrepentido, Jesús emitirá un juicio definitivo para él: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43), con lo que garantiza su cercanía salvífica para aquel hombre que se ha convertido in extremis: “Es una absolución emitida por aquel que ha sido ‘establecido por Dios para ser juez de vivos y muertos’” (Idem). Escuchar esas palabras en la mismísima cruz es testimonio de una salvación rotunda y consecuente con el mensaje de Jesús.
Por último, Jesús exclama, repitiendo las palabras del salmo 31: “Padre, en tus manos encomiendo [pongo] mi espíritu” (v. 46b). Es la oración de un justo que sufre inocentemente y que se entrega totalmente a los designios de su Padre luego de beber, íntegro, el cáliz del sufrimiento, el dolor y el abandono. A diferencia de Marcos y Mateo, quienes consignan el grito d abandono del salmo 22, Lucas presenta una visión un tanto más serena, aunque sin disminuir la dimensión trágica del hecho en su contexto completo. Aun así, Jesús no muere como un filósofo que pide con estoicismo y serenidad el veneno que merece: su muerte es consecuencia de un complot humano contra la justicia de Dios ejecutado sádicamente por los poderes religiosos y m militares en contubernio. No es una muerte venial ni complaciente: es Dios mismo quien padece en la cruz y se sacrifica por la humanidad sufriente. La muerte paradójica del Hijo de Dios por manos humanas es el signo mayor de la salvación que pudo ofrecer el creado y sustentador del cosmos entero. Éstas son pues las únicas dos frases de Jesús en la cruz según este evangelio de Lucas.
Y entonces surge la palabra evangélica de un verdugo romano, que alaba a Dios y exclama, desde una fe inédita que da testimonio de la verdad: “¡Seguro que este hombre era inocente!” (v. 47b). ¿Acaso el afán propagandístico de Lucas lo lleva a congraciarse con el imperio como han sugerido algunos? ¿O más bien el impacto de la cruz golpea a este militar extranjero e indiferente que cumple su labor y lo convence de la verdad salvífica que estaba presenciando? ¿Es un no judío que se convence de la verdad redentora de la cruz en el momento supremo de la entrega del Hijo de Dios? ¿O todo al mismo tiempo? Testigo del poder extraordinario de la debilidad de un hombre inocente que muere para redimir a la humanidad, el soldado romano absuelve de golpe a Jesús y contradice a todos sus enemigos. Se pasa de su lado y confirma que la comprensión de la historia de la salvación no es sólo patrimonio de lo judíos sino que se abre a toda la humanidad receptiva y atenta. El oficial del ejército invasor percibe cómo “el poder y la misericordia de Dios, para beneficio de los seres humanos, acontecen en la muerte de un ser desprovisto de todo poder” (Ibid., p. 199). La inocencia de Jesús es afirmada, contradictoriamente, por un representante del imperio que lo ha asesinado cruelmente.
Las palabras del ya apóstol Pedro
Pedro aprendió la lección desde lejos y en silencio. En la pasividad de su lejanía en los momentos determinantes de la cruz, Pedro el discípulo caminaba lenta, muy lentamente, hacia su nuevo oficio, el de apóstol, con el que más tarde predicaría autorizadamente en la misma ciudad de Jerusalén con palabras que quizá nunca imaginó, pero que hablarían de la fe que recompuso su vocación, pues parece que se trata de otra persona. En Hch 2.14-36 predicaría el “sermón pentecostal” que sigue toda la línea de Lc 23. Primero citará la profecía de Joel sobre la venida del Espíritu, luego expondrá la persona de Jesús nazareno y resumirá inicialmente el mensaje: “...el hombre a quien Dios avaló ante ustedes con los milagros, prodigios y señales que, como bien saben, Dios realizó entre ustedes a través de Jesús. Dios lo entregó conforme a un plan proyectado y conocido de antemano, y ustedes, valiéndose de no creyentes, lo clavaron en una cruz y lo mataron. Pero Dios lo ha resucitado, librándolo de las garras de la muerte” (vv. 22-24). Lo conecta con la genealogía de David ligándolo con el tema de la ascensión y vuelve a la carga: “Pues bien, a este, que es Jesús, Dios lo ha resucitado, y todos nosotros somos testigos de ello. El poder de Dios lo ha exaltado y él, habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo prometido, lo ha repartido en abundancia, como ustedes están viendo y oyendo. […] Por consiguiente, sepa con seguridad todo Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este mismo Jesús a quien ustedes han crucificado.” (vv. 32-33, 36). ¡Ya es un apóstol de Jesucristo consumado! ¡Y moriría casi como su Señor, en una cruz invertida! El proceso se cumpliría completamente y el anuncio de la vida, muerte y resurrección de Jesús cobraría toda su vigencia en las palabras de su epístola, donde remite al ejemplo portentoso del Señor, quien sin abrir la boca para injuriar a sus enemigos, se entregó por cada uno de nosotros en un día como el que recordamos hoy: Jesús “sufría sin amenazar y se ponía en manos de Dios, que juzga con justicia. Cargando sobre sí nuestros pecados, los llevó hasta el madero para que nosotros muramos al pecado y vivamos con toda rectitud. Han sido, pues, sanados a costa de sus heridas…”. Amén y amén.
Concluyo con el poema de mi amigo Alberto F. Roldán, escritas este viernes santo en la madrugada, en la ciudad de Buenos Aires, y que me envió amablemente hace unas cuantas horas:
¿Por qué murió Jesús?
La pregunta taladra mi mente,
agudiza mi ingenio,
estremece mi sentimiento.
El dolor del pálido Nazareno
rechazado por su pueblo,
negado por Pedro,
traicionado por Judas.
Pende su cuerpo sobre el madero romano,
es azotado y escupido.
No ofrece resistencia.
¿Por qué murió Jesús?
La pregunta sigue
martillando mi cabeza.
El establishmentreligioso
le tiende una trampa,
pronuncia la blasfemia intolerable:
es un mero hombre y se proclama Dios.
Los romanos lo consideraron subversivo:
¡el Imperio no tolera otro César!
¿Por qué murió Jesús?
La respuesta de San Pablo
surge desde la penumbra:
“Cristo murió por mí”.
Acaso allí esté la clave del enigma
que exige mi fe y mi entrega
más allá de las dudas
que seguirán carcomiendo mi conciencia.[3]
Ramos Mejía, Viernes de pasión, 29 de marzo de 2013. 4.20 hrs.


[1] J.L. Borges, “Lucas, XXIII”, en El hacedor (1960), Obra póética 1923-1977. 6ª ed. Madrid-Buenos Aires, Alianza Editorial-Losada, 1990, pp. 157-158.
[2] Robert J. Karris, “Evangelio de Lucas”, en E. Brown, J.A. Fitzmyer y R.E. Murphy, eds., Nuevo comentario bíblico San Jerónimo. Nuevo Testamento y artículos temáticos. Estella, Navarra, 2004, pp. 197-198.
[3] A.F. Roldán, “¿Por qué murió Jesús?”, en el blog Teología, política y sociedad, http://teologiapoliticaysociedad.blogspot.mx/2013/03/por-que-murio-jesus.html?spref=fb.
Mi entrañable amigo, el teólogo y poeta mexicano Leopoldo Cervantes-Ortiz ha escrito este magnífico texto de viernes santo en México DF. Le agradezco infinitamente la amabilidad de dedicármelo e incluir mi poema elaborado en este mismo día en la Argentina. Esta una auténtica y generosa retroalimentación o, si prefieren, un verdadero feedback.
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¿Por qué murió Jesús?


 
 
¿Por qué murió Jesús?



 
 
¿Por qué murió Jesús?
La pregunta taladra mi mente,
agudiza mi ingenio,
estremece mi sentimiento.
El dolor del pálido Nazareno
rechazado por su pueblo,
negado por Pedro,
traicionado por Judas.
Pende su cuerpo sobre el madero romano,
es azotado y escupido.
No ofrece resistencia.
¿Por qué murió Jesús?
La pregunta sigue
martillando mi cabeza.
El establishment religioso
le tiende una trampa,
pronuncia la blasfemia intolerable:
es un mero hombre y se proclama Dios.
Los romanos lo consideraron subversivo:
¡el Imperio no tolera otro César!
¿Por qué murió Jesús?
La respuesta de San Pablo
surge desde la penumbra:
“Cristo murió por mi”.
Acaso allí esté la clave del enigma
que exige mi fe y mi entrega
más allá de las dudas
que seguirán carcomiendo mi conciencia.
 
Alberto F. Roldán
Ramos Mejía, Viernes de pasión, 29 de marzo de 2013. 4.20 hs.
 
 

lunes, 18 de marzo de 2013

El nuevo papa Francisco: esperanzas y desafíos


 

Debo confesar que el nombramiento del arzobispo Jorge Mario Bergoglio como nuevo papa  me tomó de sorpresa. Básicamente por dos razones: una, porque no figuraba en las últimas ternas de los días anteriores a su nombramiento y, segundo, porque se comentaba que en esta ocasión se nombraría a un papa joven. Además, Bergoglio ya había sido un firme candidato al pontificado romano en la anterior elección en que resultó nombrado Joseph Ratzinger como Benedicto XVI. ¿Qué significa este nombramiento del primer papa latinoamericano y, sobre todo, argentino?

Esta elección me parece que es un signo de búsqueda de cambios por parte de la Iglesia Católica Apostólica Romana. No creo que resultara tan fácil en otros contextos, arriesgarse por nombrar a un papa que no fuera europeo sino que procediera “del fin del mundo”, como bien, con fino humor, sentenció el papa Francisco. Esos vientos de cambio se evidencian, simbólicamente, en el nombre que adoptó: Francisco, que evoca sobre todo a San Francisco de Asís, el hombre que se enfrentó a la Iglesia y la instó a la pobreza y el servicio al prójimo.

Siguiendo el concepto de Paul Ricoeur en el sentido de “el símbolo da que pensar”, los gestos de Francisco I me resultaron muy significativos. No me sorprendieron porque, en ocasión de un encuentro de católicos y evangélicos en el Espíritu realizado en el Luna Park, el arzobispo Bergoglio solicitó que los pastores presentes oraran por él. De todos modos, su actitud al ser nombrado, de solicitar que antes de dar la bendición él mismo necesita ser bendecido por el pueblo, me pareció un gesto encomiable.

Desde la óptica eclesiológica, el nuevo papa puso énfasis en el concepto de la Iglesia como “pueblo de Dios”, una nomenclatura claramente bíblica y que es recuperada por el Vaticano II en su documento Lumen Gentium. Quizás un signo de salir un poco del enfoque jerárquico que siempre ha caracterizado a la Iglesia y pasar a un modelo más popular, de un papa que camina entre la gente y dialoga con su pueblo en forma directa.

¿Es este nombramiento una buena noticia? Depende de quienes la reciben. Para América Latina en general, es una buena noticia porque por primera vez en su historia hay un papa latinoamericano, lo cual sitúa a nuestro subcontinente en un lugar referencial de importancia. Para la propia Iglesia católica también es una muy buena noticia, porque Francisco I asume con la misión de fomentar la evangelización. Además, lo hace en medio de un contexto de corrupción, pedofilia y manejos turbios en el seno de la propia Iglesia, lo cual implica grandes desafíos y una labor realmente titánica. Es de esperar que el papa  Francisco, como se insinúa, recupere el espíritu del Vaticano II que, entre otras cosas, no sólo aggiornó la Iglesia católica sino que también modificó su postura hacia los protestantes llamándolos, caritativamente, “hermanos separados”. Lamentablemente, los pontificados posteriores no hicieron mucho por profundizar esa perspectiva. Pero conociendo las actitudes siempre abiertas y fraternales que Monseñor Bergoglio siempre manifestó a los protestantes y los evangélicos, es de esperar que ahora acentúe la búsqueda de unidad de los cristianos.

Es posible que, para algunos, este nombramiento no haya caído bien y sea “una mala noticia”. Es posible que para algunos sectores eclesiásticos evangélicos para quienes la salvación está exclusivamente en la Iglesia “evangélica”, este nombramiento no es buena noticia en el sentido de que, por razones lógicas, la figura y el carisma del papa Francisco  producirán un fervor católico romano que, acaso, frene el permanente drenaje de católicos hacia las filas evangélicas. No obstante, y visto con ojos ecuménicos, celebramos este nombramiento por su significado para Argentina y América Latina pero sobre todo por la puerta de esperanza de cambios para una Iglesia que clama por ellos. Porque una Iglesia católica apostólica romana más centrada en el Evangelio, más purificada y más renovada, le hará bien no sólo a sus miembros sino también al cristianismo en general y, por ende, a la sociedad.

 

Alberto F. Roldán

Doctor en teología. Máster en ciencias sociales y humanidades.

lunes, 4 de marzo de 2013

La educación como desafío para las iglesias


 
 
La educación es un fenómeno permanente en la experiencia humana. Sea de forma intencional y formal o de modo espontáneo o informal, la relación enseñanza/aprendizaje se da constantemente. No podemos estar ausentes de esa realidad, sobre todo cuando los medios de comunicación dominan los escenarios casi en forma omnipresente. ¿De qué modo la educación, en el sentido amplio del término, implica un desafío para las iglesias?

En primer lugar, la educación es un desafío para las iglesias porque genera personas que piensan y deciden. El ámbito religioso, por su naturaleza, se torna fácilmente en caldo de cultivo para la manipulación. Justamente, para evitar ese problema, las iglesias deben dar prioridad a la educación. ¿Qué puede suceder en ámbitos eclesiales donde no se estudia? Una de sus consecuencias es que fácilmente la gente es llevada de aquí para allá por cada novedad que se inventa, bíblica o antibíblica. Por eso el Nuevo Testamento, en particular el apóstol Pablo, insta a la necesidad de crecer en el conocimiento de Jesucristo para llegar a la madurez. “Así ya no seremos niños, zarandeados por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de enseñanza y por la astucia y los artificios de quienes emplean artimañas engañosas.” (Efesios 4.14 NVI). Nótese que Pablo habla de la enseñanza arraigada en Jesucristo para evitar ser llevados de aquí para allá, víctimas de la astucia y artificios de los falsos maestros. No creo que Pablo escriba esto desde una mera teoría, sino que su advertencia seguramente surge de una realidad en que las iglesias vivían entonces. La enseñanza adecuada en la palabra de Dios y que toma como modelo a Jesucristo, genera personas adultas, pensantes y que pueden hacer decisiones.

En segundo lugar, la educación es un desafío para que las iglesias reconozcan la autonomía de las ciencias y los saberes. ¿Qué significa esto? Una referencia histórica quizás lo pueda aclarar. Sabemos que la Edad Media fue la era de esplendor de la religión cristiana y, por ende, de la teología. En aquellos tiempos, la teología era “la reina de las ciencias” y la filosofía sólo era una “sierva” de ella. La Iglesia católica de entonces tenía el monopolio del saber y de las ciencias. Pero todo cambió. Con el advenimiento de la Reforma Protestante, la modernidad, los descubrimientos científicos, el racionalismo y el Iluminismo, los saberes se fueron independizando de lo eclesiástico. En palabras más técnicas, diríamos que se “secularizaron” (del latín seculare = siglo, edad,  mundo). Con la creación de las universidades y los centros de estudio, la Iglesia ya no tenía el monopolio del saber. Y, además, porque cada ciencia es autónoma de otras ciencias y también del ámbito religioso. Al punto de que, no hay una biología “cristiana” ni una economía “cristiana” ni una botánica “cristiana” ni una cosmología “cristiana”. El problema radica en aproximaciones erróneas a la Biblia, como si la Escritura fuera un manual para aprender ciencias. Por eso es bueno recordar las famosas palabras de Galileo Galilei: “La Biblia no nos ha sido dada para saber cómo es el cielo sino para saber cómo llegar a él.” Cabe recordar, por las dudas, que Galileo fue condenado por la Iglesia católica por postular teorías que, aparentemente, eran anticristianas.

Si nuestra idea de Dios es sólo eclesiástica, en el sentido de que Dios actúa sólo en la Iglesia, entonces todo lo que acontece fuera de ella no es de su interés ni tampoco debe ser importante para nosotros. Pero si entendemos que Dios actúa en la historia y en el mundo, bien podemos decir con Juan Calvino, que hay una “gracia especial” en Jesucristo, también hay una “gracia general” de Dios por la cual Él actúa dando inteligencia al ser humano para investigar y crear realidades como la ciencia, la medicina, el arte y las leyes para el bien, no solo de los creyentes, sino de toda la humanidad. Ante un nuevo descubrimiento de la ciencia, en lugar de rasgarnos las vestiduras deberíamos estar agradecidos a Dios porque ha dado inteligencia a los seres humanos para descubrir en el libro de la creación (o de la Naturaleza) nuevas leyes y realidades que puedan ser usadas para el bien de la sociedad.

En tercer lugar, las iglesias deben encarar y facilitar formas educativas para el mundo. Las comunidades de fe no deben ser ámbitos en los cuales sólo se da enseñanza bíblica, teológica o doctrinal. En última instancia, la Iglesia debe estar al servicio de la sociedad y del mundo. Por eso los pastores, pastoras y líderes deben alentar las vocaciones no sólo ministeriales sino de todos los ámbitos de la realidad. La sociedad necesita de cristianos y cristianas comprometidos con el Evangelio pero con una fe sólida que les permita dialogar con el mundo y sus ideas. Claro que para ello se necesita una educación cristiana profunda y amplia, que no se reduzca a la mera transmisión de doctrinas sino que haga pensar y reflexionar. En palabras de George Coe:

“La educación cristiana no consiste primeramente en la transferencia de un conjunto de ideas de una generación a otra, sino más bien en cultivar la voluntad inteligente. La educación cristiana no será exitosa si no incrementa la hermandad, efectiva y no meramente sentimental, en el mundo.” Justamente esto último: “el mundo” señala el lugar donde Dios nos ha colocado para ser mayordomos y administradores de todos los bienes que Dios ha creado. Las iglesias están llamadas a participar en la educación no sólo al interior de ellas sino también al exterior, es decir, al mundo. Como dice Paulo Freire: los hombres y mujeres “como seres ‘abiertos’, son capaces de lograr la compleja operación de transformar simultáneamente al mundo por medio de su acción, y de entender y expresar la realidad del mundo a través de su lenguaje creador.”

En lo que a la educación concierne, las iglesias cumplen su misión en la medida en que generen personas pensantes, reconozcan la autonomía de las ciencias y, sobre todo, alienten la participación activa de sus miembros en la transformación del mundo.
 
Alberto F. Roldán
Buenos Aires, 5 de marzo de 2013

 



                                    

 



 

 

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