martes, 29 de abril de 2014

La teología de la prosperidad: un abordaje crítico desde la perspectiva bíblica






En las últimas décadas se instaló en el ámbito de muchas iglesias evangélicas, predominantemente pentecostales y neopentecostales, un discurso que se conoce como “evangelio de la prosperidad” y “teología de la prosperidad.” Títulos como Una vida recompensada por Dios, Haciendo negocios a la manera de Dios, Haz que tu dinero cuente y El camino de la prosperidad, son algunos de los ejemplos de ese tipo de evangelio o de teología. Es oportuno encarar una breve crítica desde la perspectiva bíblica. La pregunta clave con la que encaramos la misma es: ¿cuáles son los principales problemas que tal discurso encara a la luz del mensaje de la Biblia? Creemos que fundamentalmente ese discurso afecta seriamente lo que entendemos, desde la revelación, sobre Dios, Cristo y la Iglesia.  Por tal razón, no hemos de exponer lo que dice “el evangelio” o la “teología de la prosperidad” que el lector puede conocer mediante discursos impresos o en programas radiales o televisivos, sino que nuestra intención es contrastar tal discurso a la luz del testimonio bíblico sobre Dios, Cristo y la Iglesia.
¿Qué nos dice la Biblia sobre Dios? Se trata de una pregunta demasiado comprehensiva para responder en el espacio de que disponemos. Pero algunas afirmaciones bíblicas son claras respecto al carácter del Dios de Israel y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Recurrentemente Israel es enseñado de que “Dios grande, poderoso y temible, (que) no hace acepción de personas” (Dt. 19.17 RV 1999). En el libro de Job leemos que Dios “no hace diferencia entre príncipes ni respeto más al rico que al pobre” (Job 34.19). En el Nuevo Testamento se mantiene ese concepto. Por ejemplo, cuando Pedro llega a la casa del gentil Cornelio para darle el evangelio, dice: “En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que lo teme y hace justicia.” (Hch. 10.34). En la carta a los Romanos, Pablo afirma lo mismo al argumentar: “gloria, honra y paz a todo el que hace lo bueno: al judío en primer lugar y también al griego, porque para Dios no hay acepción de personas.” (Ro. 2.10, 11). Ese carácter de un Dios que no hace acepción de personas es el mismo que los cristianos deben tomar como modelo en la Iglesia y la sociedad. Santiago lo dice claramente cuando amonesta en contra de la parcialidad de quienes en las congregaciones dan prioridad al que es rico diciéndole: “’Siéntate tú aquí, en buen lugar’, y decís al pobre: ‘Quédate tú allí de pie’, o ‘Siéntate aquí en el suelo’, ¿no hacéis distinciones entre vosotros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos?” (Stg. 2.3-4). Con mayor energía y, utilizando preguntas retóricas, continúa Santiago:
“Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que ha prometido a los que lo aman? Pero vosotros habéis enfrentado al pobre. ¿No os oprimen los ricos y no son ellos mismos los que os arrastran a los tribunales? ¿No blasfeman ellos el buen nombre que fue invocado sobre vosotros? (Stg. 2.5-7). La sentencia final es demoledora: “si hacéis acepción de personas, cometéis pecado y quedáis convictos por la ley como transgresores” (v. 9). La deducción es muy simple: si en las iglesias se privilegian a los ricos por encima de los pobres, si a los primeros se los pondera y ubica en los lugares más destacados mientras a los pobres se los relega, esas actitudes, lisa y llanamente, significan “pecado” y actuar en contra de la ley de Dios. De paso, notemos que Santiago afirma sin ambages que los ricos “oprimen a los pobres”. No se necesita recurrir a ideologías modernas como el socialismo –en cualquiera de sus variantes- para saber que los ricos oprimen a los pobres. Esa realidad ya está patentizada en profetas como Amós, Miqueas y, como hemos visto, también en Santiago. Se trata de una constante en la historia de la humanidad.
Pero hay otro concepto sobre Dios que también es digno de notarse: Aunque Dios no hace acepción de personas, siempre de alguna manera opta por los más débiles. La vida nos pone frente a opciones. La historia no es algo lineal sino más bien dialéctica. Y hay momentos en los que hay que optar. A Dios, de alguna manera le pasa lo mismo. Por eso es que, si bien ama a todos, a la hora de hacer opciones frente a alternativas, hay grupos humanos a los cuales privilegia para que reciban atención esmerada. Podríamos decir que si bien Dios no hace acepción de personas, los seres humanos sí lo hacen y esto obliga a la intervención divina para “nivelar” situaciones. Por eso, Dios enseña a su pueblo que debe privilegiar a cuatro grupos: pobres, viudas, huérfanos y extranjeros (Dt. 10.18; 24.17; Sal. 68.5; Is. 1.17; Stg. 1.27). Todos ellos, de alguna manera, son víctimas de discriminación y desprecio y por eso el pueblo, siguiendo el modelo de Dios debe asistirlos, cuidarlos y ayudarlos. Como expresa el filósofo judío Emmanuel Levinas: “La justicia tributada al otro, a mi prójimo, me brinda una insuperable cercanía a Dios. Cercanía tan íntima como la plegaria y la liturgia, las cuales nada son sin la justicia.”[1]
¿Qué nos dice el Nuevo Testamento sobre Jesús, su mensaje y su praxis respecto a los pobres? Una lectura honesta de los evangelios muestra a Jesús de Nazaret en clara oposición a los ricos y las riquezas mientras se pronuncia a favor de los pobres. Afirma: “difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos” (Mt. 19.23). Pronuncia una lamentación al decir: “¡Hay de vosotros, ricos, porque ya tenéis vuestra recompensa!” (Lc. 6.24). Desafía al joven rico a dejar sus riquezas, vender todo lo que tiene y darlo a los pobres (Lc. 18.23). Declara: “Bienaventurados vosotros los pobres porque vuestro es el reino de Dios” (Lc. 6.20). Por alguna razón que habría que analizar, los evangélicos han privilegiado la versión de Mateo que dice “pobres en espíritu” (Mt. 5.3) en lugar de la versión de Lucas que habla de “pobres” a secas. En todo caso y más allá de los intentos por armonizar ambos testimonios, tendríamos que decir que se trata de pobres económicos y sociales que, además, son pobres en espíritu.  Como hemos señalado en otro lugar, comentando la cristología del teólogo vasco radicado en San Salvador, Jon Sobrino:
Sobrino dice que se trata de grupos o colectividad de pobres en dos sentidos: el primero, pobres económicos y sociales, del griego ptojos (del verbo ptosso = agacharse, encogerse). Señala que de las veinticinco veces que aparece el término, veintidós de ellas se refiere a los afligidos y económicamente desposeídos. El segundo sentido de “pobres” es el aspecto dialéctico. Se trata de los que son “dialécticamente pobres”, es decir, aparecen en oposición a los ricos y opresores.[2]
O, como lo expresó todavía más rotundamente el teólogo Segundo Galilea: “La teología de la liberación pone en evidencia que no hay ricos aunque haya pobres, sino porque.” ¿Qué diremos de la praxis de Jesús hacia los marginados? Los evangelios están llenos de acciones redentoras de Jesús cuyos destinatarios son pobres, viudas, extranjeros y marginados. Reivindica a quienes la sociedad y los poderosos han marginado y declara que ellos van adelante en el Reino de Dios. Esto le causó muchos problemas por parte del establishment religioso y político, lo cual derivó en su muerte.
            Como dice el autor de Hebreos: “el tiempo me faltaría para hablar” (He. 11.32) de Jesús sanando a la mujer cananea, de su diálogo con la mujer de Samaria (la que ya había tenido cinco maridos) y muchos casos más. Y, por supuesto, me falta tiempo para hablar de la Iglesia. Pero básicamente sería suficiente con decir que si la Iglesia es comunidad su vida interna debe ser comunitaria. No se trata de vivir la vida cristiana en aislamiento y en un enfermizo individualismo donde lo único que interesa es que cada uno prospere sin importarle los demás. El Nuevo Testamento abunda en ejemplos y exhortaciones a la vida comunitaria (Hechos 2.43-47; 4.32-53) y Pablo dice a los efesios: “El que robaba, no robe más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno, para que tenga qué compartir con el que padece necesidad” (Ef. 4.28). Por supuesto que el mandato de no robar vale para gobernantes y gobernados, en la Argentina,  en la China y en Japón. Implica reemplazar el robo por el trabajo honesto y no para acumular riquezas sino para compartir con quienes tienen verdadera necesidad de ser ayudados. La Iglesia debe ser una comunidad solidaria y no una mera suma de átomos dispersos que “hacen la suya” sin importarles los demás.  
            En suma: ninguna teología se convalida como verdadera desde su popularidad y amplia difusión. La verdad no es una cuestión de mayorías sino de lo que el testimonio bíblico nos dice sobre un tema en particular. En lo que se refiere al discurso de la teología o evangelio de la prosperidad, hemos constatado que el testimonio bíblico sobre Dios, Cristo y la Iglesia están en las antípodas del mismo. El Dios de Israel, que no es otro que el Padre de nuestro Señor Jesucristo, es un Dios que no hace acepción de personas pero que manifiesta cierta “parcialidad” a la hora de actuar para favorecer a pobres, viudas, huérfanos y extranjeros, o sea, a quienes están fuera del acceso a las necesidades básicas. Jesús descartó la posibilidad de servir a Dios y a las riquezas (lit. Mamón, Mt. 5.24)  y se pronunció en contra de los ricos opresores y a favor de los pobres, de quienes –afirmó- es el Reino de Dios. La Iglesia, cuerpo de Cristo, debe seguir las mismas pisadas del Maestro que vivió “haciendo bienes” (Hch. 10.38), ayudando a los pobres y reivindicando a los marginados. Ninguna teología que privilegie el individualismo a ultranza y sea heredera de un neoliberalismo que exalta el bienestar económico particular en detrimento del bienestar de la sociedad como un todo, puede ser legitimada a la luz de los conceptos bíblicos sobre Dios, Cristo y la Iglesia. El ya citado Levinas dice: “Moisés y los profetas no se preocupan por la inmortalidad del alma, sino por el pobre, por la viuda, por el huérfano y por el extranjero.”[3] El Dios de Israel contrasta la acumulación de bienes materiales con el conocimiento de Dios: “¿Acaso eres rey sólo para acaparar mucho cedro? Tu padre no sólo comía y bebía, sino que practicaba el derecho y la justicia, y por eso le fue bien. Defendía la causa del pobre y del necesitado, y por eso le fue bien. ¿Acaso no es esto conocerme? –afirma el SEÑOR.” (Jer. 22.15-16 NVI). No es la acumulación de riquezas materiales lo que certifica nuestro conocimiento de Dios sino la práctica de la justicia en un mundo cada vez más individualista e insolidario.
Alberto F. Roldán 



[1] Emmanuel Levinas, Difícil libertad y otros ensayos sobre judaísmo, Buenos Aires: Lilmod, 2008, p. 63
[2] Alberto F. Roldán, Reino, política y misión, Lima: Puma, 2011, p. 52
[3] Op. Cit., p. 65

sábado, 19 de abril de 2014

EL TERCER DÍA





Aquella pesada losa aorillada,
los lienzos caídos,
el ángel cegador y los pálidos guardias,
que son hoy como una vieja estampa.
El temblor de tierra al tercer día,
los dormidos que despiertan,
el extraño, hortelano o pescador, en todas partes:
pinturas desvaídas de un mundo sepultado.
Contad, contad de nuevo el suceso
en estos años planetarios,
pues allí estábamos y él está aquí,
porque siempre es el tercer día.
Rota está la prisión de nuestro mudo,
y una caridad antigua irrumpe en el destino de hoy.
Proclamadlo por el Telestar,
difundidlo por Mundovisión.
El atraviesa los bloques de cemento,
las bóvedas cubiertas de vanadio,
las cercas de alambre espinoso.
Una caridad coetánea de los astros
dispersa la obsesión profunda del tiempo
y hace un hueco el corazón en nuestro sueño estéril,
un nuevo espacio en el espacio para celebrar
con movidas y nuevas coreografías,
un tiempo nuevo en el tiempo para la música.



Amos E. Wilder, The Christian Century, 82, 1965, p. 458. Tomado de W. D. Davies, Aproximación al Nuevo Testamento, trad. J. Valiente Malla, Madrid: Cristiandad, 1979, p. 439.

jueves, 17 de abril de 2014

EL SEGUIMIENTO Y LA CRUZ






Sufrir y ser rechazado no es lo mismo. Jesús podía ser el Cristo glorificado en el sufrimiento. El dolor podría provocar toda la piedad y toda la admiración del mundo. Su carácter trágico podría conservar su propio valor, su propia honra, su propia dignidad.
Pero Jesús es el Cristo rechazado en el dolor. El hecho de ser rechazado quita al sufrimiento toda la dignidad y todo honor. Debe ser un sufrimiento sin honor. Sufrir y ser rechazado constituyen la expresión de la cruz de Jesús. La muerte de cruz significa sufrir y morir rechazado, despreciado. Jesús debe sufrir y ser rechazado por necesidad divina. Todo intento de obstaculizar esta necesidad es satánico. Incluyo, y sobre todo, si proviene de los discípulos: porque esto quiere decir que no se deja a Cristo ser el Cristo. (…)
El seguimiento, en cuanto vinculación a la persona de Cristo, sitúa al seguidor bajo la ley de Cristo, es decir, bajo la cruz. (…)



La cruz no es el mal y el destino penoso, sino el sufrimiento que resulta para nosotros únicamente del hecho de estar vinculados a Jesús. La cruz no es un sufrimiento fortuito, sino necesario. La cruz es un sufrimiento vinculado, no a la existencia natural, sino al hecho de ser cristianos. La cruz no es sólo y esencialmente sufrimiento, sino sufrir y ser rechazado; y, estrictamente, se trata de ser rechazado por amor a Jesucristo, y no a causa de cualquier otra conducta o de cualquier otra confesión.


Dietrich Bonhoeffer, El precio de la gracia (Nachfolge). 

jueves, 3 de abril de 2014

“Salvación como cuidado de sí” según Michel Foucault (1926-1984)






En su obra Hermenéutica del sujeto, el filósofo francés reflexiona sobre la noción de “salvación” en la filosofía, vinculada al cuidado de sí mismo. Parte del famoso Oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”, una fórmula que va a acompañada de otra que dice: “ocúpate de ti mismo.”
En un diálogo sobre el tema, se le pregunta a Foucault:
“No juega la condición humana, en el sentido de finitud, un papel muy importante? Usted se ha referido a la muerte: ¿cuándo se tiene miedo a la muerte, no se puede abusar del poder que se tiene sobre los otros? El problema de la finitud me parece muy importante: el miedo a la muerte, a la finitud, a ser herido, está en el corazón mismo del cuidado de sí.[1]
La respuesta de Foucault es la siguiente:
“Sin duda. Y por eso el cristianismo, al introducir la salvación como salvación en el más allá, va en cierta medida desequilibrar o, en todo caso, a trastocar completamente toda esta temática del cuidado de uno mismo pese a que, y lo repito una vez más, buscar la salvación significa también cuidar de uno mismo. Pero en el cristianismo la condición para lograr la salvación va a ser precisamente la renuncia. Por el contrario, en el caso de los griegos y de los romanos, dado que uno se preocupa de sí en su propia vida, y puesto que la reputación que uno deje en este mundo es el único más allá del que puede ocuparse, el cuidado de sí puede entonces estar por completo centrado en sí mismo, en lo que uno hace, en el puesto que ocupa entre los otros; podrá estar totalmente centrado en la aceptación de la muerte –lo que será muy evidente en el estoicismo tardío-, preocupación que incluso, hasta cierto punto, podrá convertirse casi en un deseo de muerte.”[2]




            Lo que dice Foucault es cierto en cuanto a que el cristianismo, históricamente, ha trasladado casi completamente la salvación como un hecho para el “más allá”. Ser salvados del juicio divino, del infierno, de la muerte eterna, son lenguajes muy comunes en el cristianismo. No obstante, si estudiamos bien el mensaje bíblico, la salvación, si bien tiene una dimensión trascendente, posee también consecuencias para el más acá. La vida eterna es vida abundante en Cristo para el aquí y ahora de la persona humana. Esa es la noción joánica de la "vida eterna" como "vida abundante" que Jesús ofrece. Y, en segundo lugar, aunque el contraste que el filósofo francés establece entre “salvación según la filosofía” y “salvación según el cristianismo” es válida, hay ciertos pasajes bíblicos que muestran que la salvación implica, también, el cuidado de sí mismo. Eso está en la base del famoso mandamiento: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” y,en un enunciado paulino que coincide con esa perspectiva filosófica. Específicamente nos referimos a lo que Pablo le dice a Timoteo: “Ten cuidado de ti mismo” (1 Timoteo 4.16). ¿Será que Pablo refleja aquí la influencia del estoicismo? No sería de descartar, si tenemos en cuenta las referencias directas o indirectas que el apóstol hace de los autores griegos y la coincidencia entre la ética del estoicismo con las "virtudes" (aretai) que se enuncian en 2 Pedro 1. 
En conclusión, de esta profunda reflexión de Foucault aprendemos que las nociones de “salvación” tanto en la filosofía clásica como en el cristianismo, si bien hay que distinguirlas, tienen también un punto de conexión en el cuidado que cada uno tiene que tener de su propia persona, única forma de amar y ayudar al prójimo en la búsqueda de su realización como persona.

Alberto F. Roldán






[1] Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, trad. Fernando Álvarez-Uría, La Plata: Editorial Altamira, s/f, p. 105. Cursivas originales.

[2] Ibid., 106