El 6 de julio próximo se cumplen 50 años de la muerte de William Faulkner. El gran escritor estadounidense que recibió el premio Nobel de literatura en 1949 y que marcó un estilo de narración tan ponderado por Jorge Luis Borges al punto de considerarlo el más grande narrador del siglo XX. Faulkner fue el artífice de un estilo de narración que influyó, decididamente, en nuestros autores latinoamericanos como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y, sobre todo, Juan Carlos Onetti, el uruguayo que sin ambages, en ocasiones directamente copia al maestro americano. En una enjundiosa nota del día de hoy aparecida en la revista Ñ, Márgara Averbach dice:
“Yo entré al mundo Faulkner a los catorce años. Apenas di un paso en ese universo, sentí que jamás podría abandonarlo. Las historias de pueblo chico, la voz barroca, envolvente; los personajes inolvidables, los hechos que rigen todo y jamás se dicen, todo me atrapó de tal manera que seis meses después, me prohibí la lectura durante un año: me había dado cuenta de que esa escritura se había colado en la mía y la dominaba.”
Entrar en el mundo Faulkner es ser atrapado por una narración de hechos que suceden en tiempos diferentes y en lugares ficticios como Yoknapatawpha, lugar del cual, no sin humor, Faulkner se declara su “único dueño y propietario”. Entrar en ese mundo es situarse en la maraña interminable de adjetivos que rodean al sustantivo y cuya descripción se torna infinita. Coincido con Averbach cuando al final de su texto se pregunta si tiene sentido no poder salir del mundo faulkneriano: “una vez que se entra en Yoknapatawpha es muy difícil encontrar la salida. Y por otra parte, ¿para qué buscarla si en el fondo uno no quiere irse, si todavía queda demasiado por explorar?”
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