Bienaventurado
el que lee, y más bienaventurado el que no se estremece ante la cimitarra de la
economía, que veda el acceso al dudoso paraíso de libros y revistas, en estos
años de ira, de monstruos que ascienden desde el mar, de blasfemias que
descienden para cercenar el tartamudeo, y de dragones a quienes seres
caritativos filman y graban el día entero para que nadie se llame a pánico y se
les considere criaturas mecánicas y no anticipos del feroz exterminio.
Y digo lo que miré el primer día
del milenio tercero de nuestra era. El que tiene oíd, oiga, y el que no se
ahogue en lascivias, en concupiscencias en embriagueces, en glotonerías, en
banquetes, y en otros abominables placeres deleitosos.
Y vi una puerta abierta, y entré, y
escuché sonidos arcangélicos, como los que manaron del sínodo muzak el día del
anuncio del Juicio Final, y vi la ciudad de México (que ya llegaba por un
costado a Guadalajara, y por otro a Oaxaca) y no estaba alumbrada de gloria y
de pavor, y sí era distinta desde luego, más populosa, con legiones
columpiándose en el abismo de cada metro cuadrado, y video-clips que exhortaban
a las parejas a la bendición demográfica de la esterilidad y al edén de los
unigénitos, y un litro de agua costaba mil dólares, y se pagaba por meter la
cabeza unos segundos en un estanque de oxígeno, y en las puertas de las
estaciones del Metro se elegía por sorteo a quienes sí habrían de viajar (“No
más de quince millones de personas por jornada”, decía uno de tantos letreros
que son el cáliz de los incontinentes).
Y había retratos de la Bestia y de
la Ramera, y el número era 666, pero comprendí que no estaban allí para
espantar, sino con tal de promover series especiales (“Salude el día con
sonrisa milenarista”), y busqué en vano las señales, los arcos celestes, los
tronos que emitían relámpagos, los mares de vidrio, los animales tan poblados
de ojos que parecían una sala de monitores, los libros de siete sellos… Sólo
encontré los signos de plagas, muerte, llanto y hambre, pero no eran muy
distintos a los anteriores, a los por mí vividos, más temibles porque recaían
sobre más gente, pero hasta allí. Y había más protestas y más promesas,
territorios liberados y territorios ocupados, más hartazgo y más resignación,
pero hasta allí. Y a las frases cínicas las interrumpían las confesiones
desgarradas, y las carcajadas obscenas se volvían sonrisitas tímidas, pero
hasta allí.
Y me alarmé y pregunté: ¿qué ha
sucedido, con profecías y prospectivas? ¿Dónde almacenáis el lloro y el crujir
de dientes, y los leones con voz de trueno que esparcen víctimas como si fueran
volantes, y el sol negro como un saco de cilio, y la luna toda como sangre, y
las estrellas caídas sobre la tierra? ¿Dónde se encuentran? ¡No pretendáis
escamotearme el apocalipsis, he venido en valle de sombra de agonía aguardando la
revancha suprema de los justos, hice minuciosamente el bien con tal de ver a
los fazedores del mal reprendidos a fuerza de fuego y tridentes y cesación del
rostro de Dios!
Y quienes me oyeron, porque de
oídos no carecían, se extrañaron de mi amarga verbosidad. Y doce ancianos, ya
próximos todos a los treinta años de edad, debatieron entre sí, y uno se acercó
y con voz de trueno que murmura me advirtió: “¡Hombre de demasiada fe! ¿Qué
aguardas que no hayas ya vivido? La esencia de los vaticinios es la consolación
por el fraude: el envío de los problemas del momento a la tierra sin fondo del
tiempo distante. Observa sin aspavientos el futuro: es tu presente sin intermediaciones
del autoengaño.” – ¡Pero eso no es posible!, grité. Si el gran mérito de las
épocas que vienen es su falta de misericordia. Gracias a eso uno se consuela de
no habitar en ellas, y se despreocupa por el promedio de vida en la Edad del
Ozono Sepulturero.
-Has descrito sin proponértelo otra
estrategia de la piedad de Dios que ni empieza ni acaba –me respondió el
patriarca de la tribu que bien podría tener treinta y dos años-. Los mortales
se sublevarían de no creer en su trasfondo que lo venidero es siempre peor, y
tal vez lo sea, pero quien alcanza a lo que veía como el lejano porvenir,
entiende que no es el más terrible, porque él sigue vivo, y lo intolerable es
lo próximo, cuando él dejará de estarlo. Y así hasta la decapitación de los
tiempos.
Y en ese instante vi al apocalipsis
cara a cara. Y comprendí que el santo temor al Juicio Final radica en la intuición
demoníaca: uno ya no estará para presenciarlo. Y vi de reojo a la Bestia con
siete cabezas y diez cuernos, y entre sus cuernos diez diademas, y sobre las
cabezas de ella nombre de blasfemia. Y la gente le aplaudía y le tomaba fotos y
videos, y grababa sus declaraciones exclusivas, mientras, con claridad que
había de tornarse bruma dolora, llega a mí el conocimiento postrero: la
pesadilla más atroz es la que no excluye definitivamente.
De Carlos Monsiváis: Los rituales del caos.
Ilustraciones: El Juicio Final, por Miguel Ángel y foto de Carlos Monsiváis.
Ilustraciones: El Juicio Final, por Miguel Ángel y foto de Carlos Monsiváis.
Dedicado a mi gran
amigo, el poeta y teólogo mexicano Leopoldo Cervantes-Ortiz, autor de Identidad, literatura y cultura: una
antología particular (2012), donde recopila varios textos del gran escritor
y ensayista mexicano, que nunca ocultó su origen protestante y, más
precisamente, metodista y que fue un tenaz luchador por la igualdad en todos
los órdenes.
MARAVILLOSO!!!
ResponderEliminarNo solo por la verba admirable, el concepto claro y diáfano, sino por la actualidad del comentario.
GRACIAS ALBERTO por acercarnos esta joya.
Querido Guillermo por tu gesto de gratitud. Los textos de Monsiváis suscitan un gran atractivo por su riqueza de lenguaje que acerca la teología a la gente.
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