Al llegar al último día del año 2013, seguramente se
nos agolpan en la mente recuerdos imborrables tanto de experiencias negativas
como positivas. “El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos” dice el poeta
latinoamericano. Y es cierto. El tiempo, esa realidad inasible de la cual San
Agustín decía: “Si nadie me pregunta lo entiendo pero deja de entender cuando
alguien me pregunta” va dejando sus huellas en nuestro cuerpo.
Es que hay una relación inextricable entre tiempo y
cuerpo. Dice Paul Ricoeur: “la memoria corporal está poblada de recuerdos
afectados de diferentes grados de distanciación temporal: la misma magnitud del
lapso pasado puede ser percibida, sentida, como añoranza, como nostalgia.”[1]
Con mayor o menor volumen de añoranza o de nostalgia
del tiempo pasado, nos acercamos, indefectiblemente, el Nuevo Año. Llevamos en
nuestros cuerpos esos recuerdos. El cuerpo, la “carne”, es tan esencial para los
recuerdos que, en lenguaje insuperable, en su novela Palmeras Salvajes dice William Faulkner:
“No
es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por
vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria
porque no sabría en qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de
la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser.
Sí, pensó.
Entre la pena y la nada elijo la pena.”[2]
Nuestro cuerpo es el receptáculo de la memoria. Si
no tuviéramos cuerpo, la memoria no tendría sitio donde residir. Al final de un
año nuestro cuerpo está más viejo. Y hemos de resolver, en medio de las
angustias, zozobras y fracasos, ser o no ser. La carne, la vieja carne al fin,
es necesaria. Desde la perspectiva de la fe, San Pablo dice:
“Es por esto que nunca nos damos por vencidos.
Aunque nuestro cuerpo está muriéndose, nuestro espíritu va renovándose cada
día. Pues nuestras dificultades actuales son pequeñas y no durarán mucho
tiempo. Sin embargo, ¡nos producen una gloria que durará para siempre y que es
de mucho más peso que las dificultades!”[3]
Al llegar al Nuevo Año optemos por la vida, por ser,
aunque la carne “la vieja carne al fin” sienta su desgaste. Hay un ser interior
que se renueva y que tiene como esperanza el venidero Reino de Dios.
Alberto
F. Roldán
Ramos
Mejía, 31 de diciembre de 2013
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