Muchas veces hemos leído artículos
sobre “El milagro de la Navidad”, “El mensaje de la Navidad”, “La alegría de la
Navidad”. Pero quizás muy pocas veces hemos oído o leído acerca de “El
escándalo de la Navidad”. Sin embargo, existe base bíblica y teológica más que
suficiente para encarar este costado escandaloso del nacimiento de Jesús. Es lo
que intentamos hacer en el presente artículo.
Todos
entendemos, desde el testimonio bíblico y, quizás, desde la lógica más
elemental, que Dios es espíritu, o sea, una entidad o persona o realidad de
orden espiritual. Lo que la Navidad nos dice es que ese Dios que es,
ontológicamente, espíritu, decidió hacerse carne en Jesucristo. Estas
afirmaciones que sonarían a escándalo para oídos griegos, surgen del prólogo
del Evangelio de Juan. En efecto, ese prólogo comienza con la afirmación: “En
el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios.” (Jn.
1.1 RV). Juan parece remontarse al Génesis donde se afirma que “En el principio
creo Dios los cielos y la tierra” (Gn. 1.1 RV). Porque, al igual que el primer texto de la
Biblia, se refiere al “principio”. Pues, en ese “principio”, en ese “génesis de
todas las cosas” ya era el Verbo y el Verbo era con Dios y el Verbo era Dios.
¿Quién es el Verbo? Se trata de la
traducción que Casiodoro de Reina nos legó al verter al castellano el término
griego logos por “Verbo”. No se trata
del verbo como función gramatical, en cuyo caso Ricardo Arjona tendría razón
cuando canta: “Jesús es Verbo no sustantivo”. Sino que se trata del término
latino verbum en el sentido de
“palabra”. La secuencia sería: Logos ® Verbum ®
Verbo.
Fueron
los griegos quienes al observar la regularidad de las estaciones, la secuencia
de noche y día, el paso de las horas, entre
otras realidades perceptibles por el humano, pensaron en un logos, “razón”, “pensamiento”, “idea”,
“palabra” –que todo lo penetra- había
ordenado este cosmos para fuese cosmos (mundo ordenado) y no caos.
Juan
dice que ese Logos existía ya en el comienzo de todas las cosas, que estaba con
Dios y que era Dios. Hasta allí, los lectores griegos de San Juan podrían estar
de acuerdo con esa afirmación. Pero cuando Juan dice en el versículo 14: “Y el
Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, ya la cosa se complicaba. Porque
para los griegos, sobre todo los gnósticos, Dios, que era espíritu puro, nunca podría tomar
contacto con la carne, residencia del mal. El teólogo, William D. Davies lo
explica de un modo magnífico:
“«La
Palabra se hizo carne.». Esta frase, tan familiar para nosotros, hasta el punto
de que ya no provoca comentario alguno, tenía que chocar contra la sensibilidad
del mundo culto grecorromano del siglo I. […] La idea misma de la Palabra se
había forjado para suprimir el escándalo de la carne. […] La Palabra se hizo
carne en Jesús de Nazaret. ¡Pero tal cosa era imposible! Era como afirmar que
el aceite y el agua pueden mezclarse o que existe un círculo cuadrado. La
sentencia «la Palabra se hizo carne» era, dicho de una vez, una contradicción
en sus propios términos. Para el griego o el romano cultos, todo aquello era
una locura, un escándalo.”[1]
Juan
está refutando la idea de algunos gnósticos llamados “docetas”, término que
viene del griego dokein que significa
“parecer”. Por lo tanto, los maestros del docetismo decían que Jesús: “parece
que come, parece que camina, parece que está cansado” pero no era realidad sino
una pura apariencia. Inclusive, algunos de esos maestros decían que Jesús no
dejaba huellas cuando caminaba sobre la arena, ya que su cuerpo tenía
“apariencia de humano” pero no lo era una entidad corpórea, sino que solo se
parecía a ella. Para que no queden dudas, Juan es rotundo: “El Verbo se hizo
carne” (en griego: sarx). Ni siquiera
suaviza su lenguaje apelando a algún eufemismo como “se humanizó”, “se hizo
como nosotros”, sino que se hizo “carne”, la carne nuestra, “la vieja carne al
fin”, diría William Faulkner que, si no existiera, no tendríamos memoria.
¿Cuál es la reflexión teológica que
surge de esta escandalosa afirmación de Juan? Entendemos que implica varias
cosas. La primera, la encarnación de Dios significa que en Jesucristo, el Verbo
encarnado, Dios entra decididamente en la dimensión espacio-temporal, la
dimensión propia de lo humano, limitado a tiempo y al espacio. En segundo
lugar, que el Verbo se haga carne significa la secularización de Dios. Como
dice Gianni Vattimo: “la encarnación de Jesús (la kénõsis, el rebajarse de Dios) es, en sí misma, ante todo, un hecho
arquetípico de secularización.”[2] En
Jesucristo, Dios se torna vulnerable, pasible del sufrimiento y aún de la
muerte, de allí el concepto, una vez más escandaloso, de “El Dios crucificado”
del que habló Lutero y que más recientemente explica Jürgen Moltmann en su
libro homónimo. Y, en tercer lugar, la encarnación de Dios implica que en
Jesucristo la totalidad de lo que somos como humanos, en las dimensiones
espirituales, psíquicas, mentales y corporales es redimida en Él. Por eso
decimos en el Credo Apostólico: “Creo en la resurrección de la carne”. El
estado eterno, que escapa a nuestras capacidades intelectuales, no implica un
“flotar” por los siglos de los siglos en el espacio como almas desencarnadas,
sino en habitar cielos nuevos y tierra nueva en cuerpos “de resurrección”, de
naturaleza distinta a los cuerpos terrenales pero “cuerpos” al fin.
En esta Navidad implique el encuentro
con este Dios escandaloso que, siendo espíritu, se hace carne de nuestra carne para
vivir entre nosotros. No en vano se lo llama también: Emanu-el, es decir, Dios con nosotros.
Alberto F. Roldán es doctor en teología (Isedet),
Máster en ciencias sociales (Universidad de Quilmes) y, recientemente, Máster
en Educación por la Universidad del Salvador con una tesis titulada: “Ética en
la praxis educativa desde la hermenéutica de Paul Ricoeur” que obtuvo la máxima
calificación del jurado.
Publicado por Ecupres, Prensa Ecuménica: 23 de diciembre de 2013.
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