Este blog está destinado a dialogar sobre las relaciones entre teología, política y sociedad desde una perspectiva judeocristiana.
domingo, 29 de agosto de 2010
viernes, 27 de agosto de 2010
¿doctrina o teología?
En un reciente curso que dicté en San José, Costa Rica, sobre “teología latinoamericana de la Iglesia” surgió un tema candente: uno de los estudiantes llegó a la conclusión de que una de las barreras que más divide a los cristianos y cristianas es la doctrina. Planteado así el tema, uno reaccionaría en contra, preguntándose: ¿cómo puede ser que la doctrina divida a la gente en lugar de unirla? La respuesta, sin embargo, es relativamente sencilla. La doctrina es “enseñanza oficial” de una iglesia determinada que, como tal, tiene toda la libertad de definir lo que cree. El problema es que no se toma en cuenta que la doctrina es, en cierto sentido y, como lo explica la nueva hermenéutica: una clausura de sentido. Ello, porque a la hora de que la Iglesia define lo que cree, escoge una serie de textos bíblicos que, a modo de dicta probantia sirva de fundamentación a las afirmaciones doctrinales. Y, al mismo tiempo, deja de lado otros textos que servirían de contrapeso a esas afirmaciones o que, decididamente, se opondrían a las mismas. En palabras de José Severino Croatto, cuando la Iglesia interpreta la palabra de Dios “su lectura es ‘clausuradora’ porque se hace desde un cierto lugar; en otras palabras, desde una práctica dada, religiosa y política al mismo tiempo.” (Hermenéutica bíblica, p. 56).
Las doctrinas son importantes pero ¿cuáles doctrinas son las esenciales? No pretendemos dar respuesta acabada a estas preguntas pero solo permítasenos reflexionar un poco. La historia de la Iglesia ha sido pródiga en ejemplos de divisiones de los cristianos y cristianas. Divisiones que, muchas veces, se disfrazan de “problemas doctrinales” donde no hay otra cosa que pasiones humanas y diferencias de prácticas. Las iglesias se han dividido por formas de bautismo, por diferencias sobre los carismas, por la ordenación o no de las mujeres, por el Milenio –literal o simbólico– y por mil razones que el espacio no nos permitiría precisar. Podríamos intentar un teorema: “El carácter detallado de una doctrina es directamente proporcional al peligro de divisiones de una iglesia.” Teorema que, en buen romance significa: cuánto más detallemos las doctrinas en las que creemos más riesgos vamos a correr de dividirnos entre nosotros.
¿Qué es entonces lo esencial? Podríamos decir que todo aquello que atañe a nuestra relación con Dios y nuestra salvación. En ese sentido, son esenciales la justificación por la gracia de Dios y la fe en Cristo, la Trinidad, la cruz y la resurrección de Jesucristo y la esperanza de los cielos nuevos y tierra nueva, meta final del Reino de Dios. Puede olvidársenos algo pero, en lo esencial, allí radicaría nuestra doctrina. Gracias a Dios, ya tenemos una declaración de fe universalmente reconocida: el Credo Apostólico que, en estructura trinitaria, nos habla de estas cosas. Eso sería doctrina esencial, no negociable.
¿Y la teología? Mientras la doctrina es una clausura de sentido que la Iglesia hace en un momento histórico determinado, la teología o, mejor aún, el teologizar, es una tarea permanente de los cristianos y cristianas. En palabras de San Anselmo, es “inteligencia de la fe” y, como tal, actitud permanente de todo hijo e hija de Dios que quiera pensar la fe y responder al mundo. En este sentido, nos resultan orientadoras las reflexiones del teólogo reformado Jürgen Moltmann. Habiendo escrito muchos libros de teología, ninguno de ellos se titula: “Teología sistemática”. Moltmann explica que ha resistido llamar a su obra “sistema teológico” o “dogmática porque en teología, lo dogmático se expresa en forma de tesis no a discutir sino a asentir o rechazar. “Invitan, en suma, al oyente, a adherirse a ellas, no a escuchar la propia voz interior.” (Trinidad y Reino de Dios, p. 10). Por eso opta por llamar a sus libros: “aportaciones a la teología” como ejercicios de pensar la fe en nuevos contextos históricos, sociales, eclesiales y culturales. Y agrega: “Hay problemas teológicos para los que cada generación debe hallar su propia solución si quiere que sean para ella germen de vida. Ninguna concepción histórica es definitiva ni inconclusa.” (Ibid., p. 11).
Frente a la alternativa: “¿teología o doctrina? Es oportuno pensar bien antes de responder. Si la vida cristiana –que no es otra cosa que vida humana en la tierra bajo el signo de la fe– se pudiera vivir de un modo estático, en un mundo que no cambia, apelar a la doctrina sería suficiente. Simplemente se trataría de recurrir a un corpus doctrinario elaborado hace siglos y actuar en consecuencia. Pero la experiencia nos muestra otra cosa. Que ni aún los cuerpos doctrinales más elaborados nos pueden ayudar a la hora de hacer decisiones y de responder, honesta e inteligentemente, a un mundo en permanente cambio. Por lo tanto, el camino que nos queda es el teologizar, pensar la realidad desde la óptica de la fe. Y ese es un camino arduo y difícil. Hacer lo contrario es, en el mejor de los casos, responder preguntas que ya nadie se formula y, en el peor de los escenarios, seguir dividiendo a los cristianos y cristianas en lugar de unirles en una búsqueda común: el Reino de Dios y su justicia. El camino de la teología es un camino de libertad que tenemos que tener el coraje de transitar. Porque la libertad siempre es un riesgo.
Alberto F. Roldán
Buenos Aires, 24 de agosto de 2010
Las doctrinas son importantes pero ¿cuáles doctrinas son las esenciales? No pretendemos dar respuesta acabada a estas preguntas pero solo permítasenos reflexionar un poco. La historia de la Iglesia ha sido pródiga en ejemplos de divisiones de los cristianos y cristianas. Divisiones que, muchas veces, se disfrazan de “problemas doctrinales” donde no hay otra cosa que pasiones humanas y diferencias de prácticas. Las iglesias se han dividido por formas de bautismo, por diferencias sobre los carismas, por la ordenación o no de las mujeres, por el Milenio –literal o simbólico– y por mil razones que el espacio no nos permitiría precisar. Podríamos intentar un teorema: “El carácter detallado de una doctrina es directamente proporcional al peligro de divisiones de una iglesia.” Teorema que, en buen romance significa: cuánto más detallemos las doctrinas en las que creemos más riesgos vamos a correr de dividirnos entre nosotros.
¿Qué es entonces lo esencial? Podríamos decir que todo aquello que atañe a nuestra relación con Dios y nuestra salvación. En ese sentido, son esenciales la justificación por la gracia de Dios y la fe en Cristo, la Trinidad, la cruz y la resurrección de Jesucristo y la esperanza de los cielos nuevos y tierra nueva, meta final del Reino de Dios. Puede olvidársenos algo pero, en lo esencial, allí radicaría nuestra doctrina. Gracias a Dios, ya tenemos una declaración de fe universalmente reconocida: el Credo Apostólico que, en estructura trinitaria, nos habla de estas cosas. Eso sería doctrina esencial, no negociable.
¿Y la teología? Mientras la doctrina es una clausura de sentido que la Iglesia hace en un momento histórico determinado, la teología o, mejor aún, el teologizar, es una tarea permanente de los cristianos y cristianas. En palabras de San Anselmo, es “inteligencia de la fe” y, como tal, actitud permanente de todo hijo e hija de Dios que quiera pensar la fe y responder al mundo. En este sentido, nos resultan orientadoras las reflexiones del teólogo reformado Jürgen Moltmann. Habiendo escrito muchos libros de teología, ninguno de ellos se titula: “Teología sistemática”. Moltmann explica que ha resistido llamar a su obra “sistema teológico” o “dogmática porque en teología, lo dogmático se expresa en forma de tesis no a discutir sino a asentir o rechazar. “Invitan, en suma, al oyente, a adherirse a ellas, no a escuchar la propia voz interior.” (Trinidad y Reino de Dios, p. 10). Por eso opta por llamar a sus libros: “aportaciones a la teología” como ejercicios de pensar la fe en nuevos contextos históricos, sociales, eclesiales y culturales. Y agrega: “Hay problemas teológicos para los que cada generación debe hallar su propia solución si quiere que sean para ella germen de vida. Ninguna concepción histórica es definitiva ni inconclusa.” (Ibid., p. 11).
Frente a la alternativa: “¿teología o doctrina? Es oportuno pensar bien antes de responder. Si la vida cristiana –que no es otra cosa que vida humana en la tierra bajo el signo de la fe– se pudiera vivir de un modo estático, en un mundo que no cambia, apelar a la doctrina sería suficiente. Simplemente se trataría de recurrir a un corpus doctrinario elaborado hace siglos y actuar en consecuencia. Pero la experiencia nos muestra otra cosa. Que ni aún los cuerpos doctrinales más elaborados nos pueden ayudar a la hora de hacer decisiones y de responder, honesta e inteligentemente, a un mundo en permanente cambio. Por lo tanto, el camino que nos queda es el teologizar, pensar la realidad desde la óptica de la fe. Y ese es un camino arduo y difícil. Hacer lo contrario es, en el mejor de los casos, responder preguntas que ya nadie se formula y, en el peor de los escenarios, seguir dividiendo a los cristianos y cristianas en lugar de unirles en una búsqueda común: el Reino de Dios y su justicia. El camino de la teología es un camino de libertad que tenemos que tener el coraje de transitar. Porque la libertad siempre es un riesgo.
Alberto F. Roldán
Buenos Aires, 24 de agosto de 2010
domingo, 22 de agosto de 2010
Solaz o “la sustitución”
El filósofo italiano Giorgio Agamben, especialista en Edad Media y con un conocimiento amplísimo de la teología cristiana, nos ha ofrecido obras notables en las que relaciona a la teología con la filosofía y la política. En mi viaje a Centroamérica hace unas semanas, llevé conmigo su obra La comunidad que viene (Madrid: Editora Nacional, 2003). En ella, el filósofo italiano hace un análisis minucioso de términos filosóficos y teológicos. Particularmente me llamó la atención su referencia al término solaz que, en su original italiano corresponde a agio. Se trata de una voz que, como explica Agamben, ha sustantivado el resultado de la acción de adiacere, en latín: yacer cerca de, confiar con, estar situado con.
Yo he agregado al título de esta reflexión el sustantivo “sustitución” porque de eso se trata en el texto. Agamben dice que según el Talmud, cada ser humano tiene dos lugares que le aguardan: el Edén o el Gehinnom. El justo recibe su sitio en el Edén, pero a ese sitio se le agrega un espacio para su vecino que ha sido condenado. El malvado, recibe su parte en el infierno, más otro sitio que corresponderá al vecino que se ha salvado.
Agamben dice que en esta enseñanza judaica, lo esencial no es la distinción cartográfica del Edén y del Gehinnom sino “el sitio adyacente que todo hombre recibe sin falta.” Y cuenta que el gran arabista Massignon –que posteriormente se convertiría al catolicismo – fundó una comunidad que bautizó con el término árabe Badaliya, que designa la sustitución. “El voto al que se consagraban sus miembros era la de vivir sustituyendo a alguien, esto es, el de ser cristianos en lugar de un otro.” En la intención de Massignon, sustituir a alguien no significaba compensar lo que le faltaba ni corregir errores, sino expatriarse en él tal cual es, para ofrecer hospitalidad a Cristo en su misma alma, en su mismo tener-lugar.
Este relato, comentado e interpretado por Agamben, me hizo pensar en la centralidad de la sustitución en el misterio cristiano: Jesús, en tanto Mesías, nos ha sustituido en la cruz. La misma actitud de “actuar a favor del otro” debiera también caracterizar nuestra actitud central en la vida. Pensar y actuar en la alteridad, o sea: a favor del otro, sustituyéndolo.
Alberto F. Roldán
Buenos Aires, 22 de agosto de 2010
Yo he agregado al título de esta reflexión el sustantivo “sustitución” porque de eso se trata en el texto. Agamben dice que según el Talmud, cada ser humano tiene dos lugares que le aguardan: el Edén o el Gehinnom. El justo recibe su sitio en el Edén, pero a ese sitio se le agrega un espacio para su vecino que ha sido condenado. El malvado, recibe su parte en el infierno, más otro sitio que corresponderá al vecino que se ha salvado.
Agamben dice que en esta enseñanza judaica, lo esencial no es la distinción cartográfica del Edén y del Gehinnom sino “el sitio adyacente que todo hombre recibe sin falta.” Y cuenta que el gran arabista Massignon –que posteriormente se convertiría al catolicismo – fundó una comunidad que bautizó con el término árabe Badaliya, que designa la sustitución. “El voto al que se consagraban sus miembros era la de vivir sustituyendo a alguien, esto es, el de ser cristianos en lugar de un otro.” En la intención de Massignon, sustituir a alguien no significaba compensar lo que le faltaba ni corregir errores, sino expatriarse en él tal cual es, para ofrecer hospitalidad a Cristo en su misma alma, en su mismo tener-lugar.
Este relato, comentado e interpretado por Agamben, me hizo pensar en la centralidad de la sustitución en el misterio cristiano: Jesús, en tanto Mesías, nos ha sustituido en la cruz. La misma actitud de “actuar a favor del otro” debiera también caracterizar nuestra actitud central en la vida. Pensar y actuar en la alteridad, o sea: a favor del otro, sustituyéndolo.
Alberto F. Roldán
Buenos Aires, 22 de agosto de 2010
domingo, 8 de agosto de 2010
La Iglesia tiene una función política irrenunciable
Enfocar a la Iglesia en su dimensión social implica reconocerla como una entidad que actúa en la sociedad y es influida por ella. Esto no es algo negativo ni positivo en sí mismo, sino que depende del discernimiento que la Iglesia haga en cada caso para la toma de sus decisiones. Lo importante es que la Iglesia siempre tenga como marco referencial una realidad que la supera y la engloba: el Reino de Dios. En este sentido, mal que pese a quienes tienen una idea triunfalista de la Iglesia, es oportuno reconocer su carácter temporario hasta la venida del Reino de Dios. Como dice Pannenberg:
La iglesia es necesaria mientras la vida política y social del hombre no represente y concretice aquella plenitud perfecta de la determinación humana que realizará el reino de Dios en la historia humana. Vistas así las cosas, es claro que la iglesia no es ciertamente eterna, pero sí necesaria para el tiempo que trascurra hasta que el reino de Dios aparezca en su forma plena.
Pero la Iglesia no es sólo una entidad social que actúa en la sociedad, moldea la sociedad y, a su vez, es moldeada por ella. La Iglesia también es una realidad política. No es habitual leer o escuchar reflexiones sobre esta dimensión política de la Iglesia pero es necesario tomarla en cuenta para elaborar una eclesiología latinoamericana. El tema no es nuevo ya que en la teología protestante, por caso Karl Barth, siempre se admitió la función política de la Iglesia. En efecto, en su Comunidad cristiana y comunidad civil, Barth define la existencia de la comunidad cristiana como eminentemente política. El tema, no obstante, necesitaba ser ampliado y profundizado, cosa que se ha hecho, particularmente, a través de los aportes de Johann Baptist Metz y Jürgen Moltmann. El primero, desarrolla una “nueva teología política” partiendo de la siguiente premisa:
Aquí es preciso tener en cuenta que la Iglesia, en cuanto fenómeno histórico-social, tiene siempre una dimensión política, es decir, es política y tiene efectos políticos aun antes de tomar una postura política determinada y, por tanto, también antes de preguntarse por los criterios de su postura política actual.
Metz otorga un lugar especial a la escatología en todo su planteamiento y, en expresión felíz define a las promesas que de ella surgen como imposibles de ser “privatizadas”. Lo explica en estos términos: “Las promesas escatológicas de la tradición bíblica –libertad, paz, justicia, reconciliación– no se pueden “privatizar”, no se pueden reducir al círculo privado. Nos están obligando incesantemente a la responsabilidad social.” Por lo tanto, la Iglesia está llamada al anuncio del Reino de Dios cuya presencia significa “justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Ro. 14.17) valores que, precisamente, están ausentes en un mundo dominado por la injusticia, la guerra y la tristeza. La Iglesia tiene una función política irrenunciable. No puede pretender neutralidad frente a la política y los conflictos sociales. Por supuesto, abundan las iglesias que pretenden ser “neutrales” frente a esos hechos. Pero como bien dice Pannenberg, en total coincidencia con Metz: “Las iglesias que afirman que están totalmente ocupadas con tareas, en este sentido, “espirituales” y que se mantienen alejadas, por esto, de todos los problemas políticos, son, en realidad, verdaderos bastiones de la defensa de lo establecido.”
Alberto F. Roldán
Extracto de un trabajo más amplio titulado: “Marcos referenciales para una eclesiología latinoamericana”, a publicarse próximamente.
San José, Costa Rica, 8 de agosto de 2010
La iglesia es necesaria mientras la vida política y social del hombre no represente y concretice aquella plenitud perfecta de la determinación humana que realizará el reino de Dios en la historia humana. Vistas así las cosas, es claro que la iglesia no es ciertamente eterna, pero sí necesaria para el tiempo que trascurra hasta que el reino de Dios aparezca en su forma plena.
Pero la Iglesia no es sólo una entidad social que actúa en la sociedad, moldea la sociedad y, a su vez, es moldeada por ella. La Iglesia también es una realidad política. No es habitual leer o escuchar reflexiones sobre esta dimensión política de la Iglesia pero es necesario tomarla en cuenta para elaborar una eclesiología latinoamericana. El tema no es nuevo ya que en la teología protestante, por caso Karl Barth, siempre se admitió la función política de la Iglesia. En efecto, en su Comunidad cristiana y comunidad civil, Barth define la existencia de la comunidad cristiana como eminentemente política. El tema, no obstante, necesitaba ser ampliado y profundizado, cosa que se ha hecho, particularmente, a través de los aportes de Johann Baptist Metz y Jürgen Moltmann. El primero, desarrolla una “nueva teología política” partiendo de la siguiente premisa:
Aquí es preciso tener en cuenta que la Iglesia, en cuanto fenómeno histórico-social, tiene siempre una dimensión política, es decir, es política y tiene efectos políticos aun antes de tomar una postura política determinada y, por tanto, también antes de preguntarse por los criterios de su postura política actual.
Metz otorga un lugar especial a la escatología en todo su planteamiento y, en expresión felíz define a las promesas que de ella surgen como imposibles de ser “privatizadas”. Lo explica en estos términos: “Las promesas escatológicas de la tradición bíblica –libertad, paz, justicia, reconciliación– no se pueden “privatizar”, no se pueden reducir al círculo privado. Nos están obligando incesantemente a la responsabilidad social.” Por lo tanto, la Iglesia está llamada al anuncio del Reino de Dios cuya presencia significa “justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo” (Ro. 14.17) valores que, precisamente, están ausentes en un mundo dominado por la injusticia, la guerra y la tristeza. La Iglesia tiene una función política irrenunciable. No puede pretender neutralidad frente a la política y los conflictos sociales. Por supuesto, abundan las iglesias que pretenden ser “neutrales” frente a esos hechos. Pero como bien dice Pannenberg, en total coincidencia con Metz: “Las iglesias que afirman que están totalmente ocupadas con tareas, en este sentido, “espirituales” y que se mantienen alejadas, por esto, de todos los problemas políticos, son, en realidad, verdaderos bastiones de la defensa de lo establecido.”
Alberto F. Roldán
Extracto de un trabajo más amplio titulado: “Marcos referenciales para una eclesiología latinoamericana”, a publicarse próximamente.
San José, Costa Rica, 8 de agosto de 2010
jueves, 5 de agosto de 2010
Saludos desde Guatemala
Mis queridos amigos,
Es una gran emoción encontrarme de nuevo en Guatemala despues de 31 años! He visitado el SETECA, seminario donde estudié durante los años 78 y 79. Con mi gran amigo Guillermo Mendez, interrumpimos la clase del Prof. David Suazo, otro gran amigo y pude saludar a los alumnos de su clase. Luego fuimos a la Universidad Francisco Marroquin, donde Guillermo es el director del Centro de Estudios Economicos y Sociales.
Les mando un fuerte abrazo,
Alberto
Es una gran emoción encontrarme de nuevo en Guatemala despues de 31 años! He visitado el SETECA, seminario donde estudié durante los años 78 y 79. Con mi gran amigo Guillermo Mendez, interrumpimos la clase del Prof. David Suazo, otro gran amigo y pude saludar a los alumnos de su clase. Luego fuimos a la Universidad Francisco Marroquin, donde Guillermo es el director del Centro de Estudios Economicos y Sociales.
Les mando un fuerte abrazo,
Alberto
¿Estado laico o Estado confesional?
Por Alberto F. Roldán. (*)
Ramos Mejía. Buenos Aires.
Ramos Mejía. Buenos Aires.
El actual debate sobre el matrimonio homosexual, que ya tiene media sanción en la Cámara de Diputados de la Nación, ha suscitado las más enconadas polémicas en el ámbito evangélico.
En un artículo fuertemente crítico de esa iniciativa, Jorge Himitian, pastor de la Comunidad Cristiana en Buenos Aires, elabora una encendida argumentación en la cual niega la existencia del carácter laico del Estado. Es a ese punto específico de su texto al que nos abocamos aquí. Jorge Himitian dice sin ambages ni hesitaciones “El “Estado laico” no existe. No se puede vivir en sociedad a partir de la nada. A partir de un total vacío teológico o ideológico. Ese pretendido "Estado Laico”, es una falacia, una irrealidad. Pues siempre subyace una idea (ideología), o una creencia (teología), a partir de las que se establecen los criterios o parámetros válidos para la convivencia social.[i]
Al confrontarnos con un texto de cualquier naturaleza, el “círculo hermenéutico” elaborado por Martín Heidegger en el campo filosófico y enriquecido luego por la teología cristiana (Rudolf Bultmann, Gerhard Ebeling, Juan Luis Segundo, entre otros) implica que es necesario aplicar la “sospecha”. Una sospecha que simplemente puede ser formulada en la sencilla pregunta: “¿será así?” Una sospecha que, para el caso que nos ocupa, es de naturaleza ideológica, filosófica y teológica. Vamos al punto.
Negar la existencia misma del “Estado laico” es ignorar la realidad del Estado moderno como tal. Si algo caracteriza al Estado en la modernidad es la superación de los Estados confesionales de la Edad Media, ampliamente dominados por las iglesias, sus confesiones y sus dogmas. Un Estado confesional persigue a las personas por sus creencias y no admite disensos ni pluralismo. La laicidad del Estado es un fruto que germinó en Europa.
Como explica Silvio Ferrari: Se trata de un momento fundamental en la historia de Europa, porque señala el alejamiento del centro de gravedad del derecho de Dios al hombre, iniciando el proceso de secularización de los ordenamientos jurídicos, y del centro de gravedad de la esfera pública a la privada […]
Durante la Edad Media la Iglesia Católica Romana ejerció un enorme y comprehensivo dominio sobre todas las esferas: la religión, la filosofía, la cultura, las ciencias, las artes, la política y la economía de modo que, como dice Marramao: “la existencia de la Iglesia, entendida como gobierno de Cristo sobre la tierra, dominaba la esfera mundana.”
Este filósofo italiano, que se ha ocupado de analizar profundamente el tema de la secularización en Occidente, admite al interpretar a Hegel, que fue la Reforma protestante la que abrió el acceso a una dimensión nueva, profundamente moderna que afirma la libertad.
La separación de la Iglesia y el Estado tiene su germen en la Reforma protestante pero implicará un largo desarrollo del pensamiento de filósofos como John Locke, Thomas Hobbes y Jean-Jacques Rousseau entre otros. Por eso no se entiende bien cómo al mismo tiempo que niega la existencia del Estado laico, Himitian suscriba a ese principio cuando dice: “reconocemos y aprobamos la separación saludable entre la Iglesia y el Estado […]”[ii]Porque si no se reconoce la existencia del Estado laico o secular, separado de la institución religiosa, prescindente en materias de fe pero respetuoso de las creencias de sus ciudadanos, mal se puede suscribir luego al postulado de la separación de esas esferas. De paso, sospechamos que ese postulado, tan repetido por los evangélicos es, a veces, muy mal comprendido.
Por otra parte, el reconocimiento de la laicidad del Estado no significa que esa realidad exista independientemente de contenidos ideológicos y aún teológicos. Por supuesto que la concepción misma de un Estado laico implica un largo desarrollo de ideas y de sistemas políticos que permitan la vida armónica de los ciudadanos. Nadie pretende decir que un Estado laico no tiene ideas que lo sustentan como tal y a partir de las cuales se establecen normas de convivencia.
La laicidad del Estado tiene como finalidad separar las esferas política y religiosa cuya simbiosis produjo tanto daño a las sociedades antiguas y medievales provocando guerras religiosas –una verdadera contradicción en términos– persecuciones, ostracismos y condenaciones.
Nos guste o no, vivimos hoy en sociedades caracterizadas por el pluralismo y que, como tales, se resisten a la uniformidad que una mayoría quisiera imponer. Si se trata de argumentar que la mayoría de los ciudadanos argentinos son teístas, eso no significa que el Estado deba serlo para imponer credos religiosos o convicciones que, al ser forzadas, dejan de tener ese carácter.
El sesgo laico del Estado moderno es, como dice Habermas[iii] una condición necesaria para garantizar la libertad religiosa en un marco de pluralismo y respeto de mayorías hacia minorías y viceversa. Pero, a su vez, significa la neutralidad del Estado en asuntos de conciencia o de fe religiosa. Entendemos que el carácter secular del Estado no implica que sea ni ateo, ni agnóstico ni creyente, porque su responsabilidad no es de naturaleza religiosa sino política.
Le está asignado un carácter prescindente en materia religiosa. Lo que sí debe garantizar es la libertad personal, de conciencia y de religión para todos los ciudadanos. En la raíz de esta concepción está la Reforma protestante como punto de partida y una historia posterior, sobre todo en el siglo XVII, conducente a una secularización que, para algunos filósofos y teólogos[iv] es el espacio al que nos conduce el cristianismo ya que la “primera secularización” se produjo cuando “el Verbo se hizo carne”. En palabras de Gianni Vattimo: “la encarnación de Jesús […] es, en sí misma, ante todo, un hecho arquetípico de secularización.”
A modo de conclusión: negar la existencia del Estado laico no sólo es desconocer una realidad histórica –que para algunos creyentes resulta incómoda– sino que implica derivar en un único camino alternativo: el Estado confesional. La historia de Occidente es pródiga en cuanto a lo que éste modelo ha significado en términos de condenación, persecución, ostracismo y muerte. O Estado laico o Estado confesional. No es difícil advertir cuál de ellos constituye la alternativa más viable y conveniente en nuestro tiempo. + (PE)
[ii] Ibid.
[iii] Jürgen Habermas, Entre naturismo y religión, Barcelona: Paidós, 2006, p. 127.
[iv] Pensamos en los trabajos de Giacomo Marramao: Cielo y tierra y Poder y secularización, Johann Baptist Metz: Teología del mundo, Dios y tiempo, y Harvie Cox, La ciudad secular, entre otros.
(*) El autor es doctor en teología y master en ciencias sociales. www.teologos.com.ar
Ocho razones por las cuales los evangélicos no han participado en política
Los comportamientos humanos siempre responden a causas manifiestas u ocultas. A veces es posible descubrirlas. En otros casos, no es tan fácil. Esto último ocurre con la poca participación que los evangélicos y evangélicas han mostrado a lo largo de la historia de la Argentina. Salvo honrosas excepciones, en general los creyentes que son miembros de las diversas ramas evangélicas, no han mostrado mucho interés en participar activamente en la arena política. Es oportuno, entonces, descubrir cuáles son las razones que han motivado tal comportamiento. He aquí algunas:
1. Las iglesias evangélicas han tenido en general una “teología antimundo”. Esto significa que el concepto “mundo”, que es bíblico, sólo se lo ha interpretado en términos peyorativos, a partir de algunas declaraciones de la Biblia: “el mundo está bajo el maligno” y “no améis al mundo”. En consecuencia, lo político ha sido teñido de connotaciones negativas: es lo sucio, lo malo, lo perverso, en lo cual no hay que meterse. No han faltado quienes, sin ambages, han afirmado que “la política es del diablo”.
2. Una inadecuada interpretación de la separación de la Iglesia y el Estado. La diferenciación de ambos órdenes se remonta a siglos posteriores a la Reforma (la filosofía de pensadores como John Locke y Thomas Hobbes) aunque ya hay indicios de esa separación en los reformadores Lutero y Calvino, que distinguen entre ambas esferas. Pero los evangélicos no sólo han separado esos órdenes sino que a su vez han delimitado lo político a lo estrictamente estatal, sin pensar que la Iglesia también tiene una función política indelegable.
3. Reino de Dios vs. Reino de este mundo. Ha predominado una interpretación deficiente de las palabras de Jesús frente a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. A partir de esa declaración, los evangélicos y evangélicas han pensado que si el Reino de Dios, expresado en Jesús, no es de este mundo, de ello se deduce que tampoco tiene nada que ver con este mundo. Pero, en rigor, el reino de Dios no tiene nada que ver con este mundo-sistema, con cuanto a su origen y sus valores, que provienen de Dios. Pero aunque no es de este mundo, en ese sentido, está llamado a ejercer una transformación sustancial de este mundo.
4. Ignorancia de la historia. Esta es, obviamente, una razón histórica. El protestantismo surgió en los países europeos: Alemania, Inglaterra, Suiza, Francia, entre otros. Y, en esos países, los reformadores y sus seguidores de siglos posteriores militaron activamente en el campo político. Juan Calvino –de quien en el año 2009 se cumplirán los 500 años de su nacimiento– no sólo fue pastor en Ginebra, sino que en esa ciudad suiza ensayó lo que algunos definen como un proyecto del reino de Dios en la tierra. El pensamiento de Calvino, estudiado por sociólogos de la talla de Max Weber y Ernst Troeltsch, fue muy rico en ideas políticas. Baste leer algunos capítulos de su Institución de la Religión Cristiana para detectar cuántos conceptos sociales y políticos hay en esa obra, que fue la teología que sistematizó el pensamiento de la Reforma.
5. Estrechamente vinculado a la razón anterior, una de las causas por el poco interés en lo político radica en desconocer lo que técnicamente se llama “el tercer uso de la Ley de Dios”. En efecto, tanto Lutero como Calvino coincidían en que la ley de Dios tiene varias funciones: a. pedagógica, que nos muestra nuestro pecado y nos conduce a Cristo; b. política, en el sentido de producir un mínimo de orden social; y c. didáctica: la ley de Dios sirve de orientación para la vida cristiana en la sociedad y permite la viabilidad de un derecho que podríamos denominar “cristiano”. Este tercer uso de la ley de Dios es el aporte que Calvino hace al tema del cristianismo y la ley.
6. Desconocer o silenciar el hecho de que las primeras revoluciones acaecidas en Occidente tuvieron a los protestantes entre sus más enérgicos propulsores. En efecto, en la revolución inglesa del siglo XVII, los puritanos fueron los protagonistas centrales, a partir de la teología de Calvino. Hay un estudio profundo que recientemente se ha publicado en castellano. Se trata de la obra del filósofo judío-americano Michael Walzer: La revolución de los santos. A ello, debiéramos recordar que la primera revolución no fue la francesa (1789) sino la americana (1776), que tuvo a los puritanos entre sus más destacados participantes. Una pregunta insoslayable: ¿Por qué razones, en general, los misioneros ingleses y estadounidenses no enseñaron estos hechos o los silenciaron?
7. No distinguir entre “política” en el sentido lato o genérico, de “política” en el sentido partidario. En esto hay que ser claro. Como decía el teólogo reformado Karl Barth: La iglesia tiene, necesariamente, una función política. Pero, al mismo tiempo, indicaba que esto no significa que ella tenga una filosofía política o una teoría política “cristiana”. Por lo tanto, al no distinguir entre política como el gobierno de la ciudad y política como afiliación a un partido o plataforma política particular, muchos evangélicos se han abstraído de participar en el mundo de la política.
8. Idealización del futuro. Otra razón que explica el poco interés por lo político es el discurso escatológico del Milenio. Este concepto, que postula un período idílico de justicia y paz en el mundo, ha conducido a cristianos y cristianas a pensar que: “ya que este mundo ha de desaparecer, no hagamos nada por cambiarlo, porque en la medida en que las cosas empeoren, más cercana está la venida de Cristo y su milenio de paz y justicia en el mundo”. Esta es una de las distorsiones más graves de la escatología cristiana. Si bien es cierto que la esperanza cristiana consiste en “cielos nuevos y tierra nueva”, no se trata de una esperanza fatalista que sólo idealiza el futuro. La espera de Jesucristo debe ser siempre activa en cambiar el statu quo viviendo la presencia del Reino de Dios, su justicia y su paz, aquí en la tierra.
Estas ocho razones acaso no sean las únicas que explican el poco interés que a lo largo de la historia de nuestro país han mostrado las iglesias evangélicas. Pero se nos ocurre que quizás ayudan a entender el fenómeno. De todos modos, las cosas están cambiando. Podríamos decir que, desde la crisis del 2001, los evangélicos y evangélicas han tomado conciencia de un hecho: lo social depende de lo político. Por lo tanto, han pasado de la instancia de la mera ayuda social y aún, la acción social, a una acción política que, inspirada en los valores del Evangelio, promueva la paz y la justicia del Reino de Dios en nuestro mundo.
Alberto F. Roldán
Doctor en Teología por el Instituto Universitario ISEDET.
Candidato a la Maestría en Ciencias Sociales (Filosofía Política) por la Universidad Nacional de Quilmes.
Presbítero Maestro de la Iglesia Presbiteriana San Andrés.
Director de la revista Teología y Cultura: www.teologos.com.ar
Ramos Mejía, 24 de noviembre de 2008
1. Las iglesias evangélicas han tenido en general una “teología antimundo”. Esto significa que el concepto “mundo”, que es bíblico, sólo se lo ha interpretado en términos peyorativos, a partir de algunas declaraciones de la Biblia: “el mundo está bajo el maligno” y “no améis al mundo”. En consecuencia, lo político ha sido teñido de connotaciones negativas: es lo sucio, lo malo, lo perverso, en lo cual no hay que meterse. No han faltado quienes, sin ambages, han afirmado que “la política es del diablo”.
2. Una inadecuada interpretación de la separación de la Iglesia y el Estado. La diferenciación de ambos órdenes se remonta a siglos posteriores a la Reforma (la filosofía de pensadores como John Locke y Thomas Hobbes) aunque ya hay indicios de esa separación en los reformadores Lutero y Calvino, que distinguen entre ambas esferas. Pero los evangélicos no sólo han separado esos órdenes sino que a su vez han delimitado lo político a lo estrictamente estatal, sin pensar que la Iglesia también tiene una función política indelegable.
3. Reino de Dios vs. Reino de este mundo. Ha predominado una interpretación deficiente de las palabras de Jesús frente a Pilato: “Mi reino no es de este mundo”. A partir de esa declaración, los evangélicos y evangélicas han pensado que si el Reino de Dios, expresado en Jesús, no es de este mundo, de ello se deduce que tampoco tiene nada que ver con este mundo. Pero, en rigor, el reino de Dios no tiene nada que ver con este mundo-sistema, con cuanto a su origen y sus valores, que provienen de Dios. Pero aunque no es de este mundo, en ese sentido, está llamado a ejercer una transformación sustancial de este mundo.
4. Ignorancia de la historia. Esta es, obviamente, una razón histórica. El protestantismo surgió en los países europeos: Alemania, Inglaterra, Suiza, Francia, entre otros. Y, en esos países, los reformadores y sus seguidores de siglos posteriores militaron activamente en el campo político. Juan Calvino –de quien en el año 2009 se cumplirán los 500 años de su nacimiento– no sólo fue pastor en Ginebra, sino que en esa ciudad suiza ensayó lo que algunos definen como un proyecto del reino de Dios en la tierra. El pensamiento de Calvino, estudiado por sociólogos de la talla de Max Weber y Ernst Troeltsch, fue muy rico en ideas políticas. Baste leer algunos capítulos de su Institución de la Religión Cristiana para detectar cuántos conceptos sociales y políticos hay en esa obra, que fue la teología que sistematizó el pensamiento de la Reforma.
5. Estrechamente vinculado a la razón anterior, una de las causas por el poco interés en lo político radica en desconocer lo que técnicamente se llama “el tercer uso de la Ley de Dios”. En efecto, tanto Lutero como Calvino coincidían en que la ley de Dios tiene varias funciones: a. pedagógica, que nos muestra nuestro pecado y nos conduce a Cristo; b. política, en el sentido de producir un mínimo de orden social; y c. didáctica: la ley de Dios sirve de orientación para la vida cristiana en la sociedad y permite la viabilidad de un derecho que podríamos denominar “cristiano”. Este tercer uso de la ley de Dios es el aporte que Calvino hace al tema del cristianismo y la ley.
6. Desconocer o silenciar el hecho de que las primeras revoluciones acaecidas en Occidente tuvieron a los protestantes entre sus más enérgicos propulsores. En efecto, en la revolución inglesa del siglo XVII, los puritanos fueron los protagonistas centrales, a partir de la teología de Calvino. Hay un estudio profundo que recientemente se ha publicado en castellano. Se trata de la obra del filósofo judío-americano Michael Walzer: La revolución de los santos. A ello, debiéramos recordar que la primera revolución no fue la francesa (1789) sino la americana (1776), que tuvo a los puritanos entre sus más destacados participantes. Una pregunta insoslayable: ¿Por qué razones, en general, los misioneros ingleses y estadounidenses no enseñaron estos hechos o los silenciaron?
7. No distinguir entre “política” en el sentido lato o genérico, de “política” en el sentido partidario. En esto hay que ser claro. Como decía el teólogo reformado Karl Barth: La iglesia tiene, necesariamente, una función política. Pero, al mismo tiempo, indicaba que esto no significa que ella tenga una filosofía política o una teoría política “cristiana”. Por lo tanto, al no distinguir entre política como el gobierno de la ciudad y política como afiliación a un partido o plataforma política particular, muchos evangélicos se han abstraído de participar en el mundo de la política.
8. Idealización del futuro. Otra razón que explica el poco interés por lo político es el discurso escatológico del Milenio. Este concepto, que postula un período idílico de justicia y paz en el mundo, ha conducido a cristianos y cristianas a pensar que: “ya que este mundo ha de desaparecer, no hagamos nada por cambiarlo, porque en la medida en que las cosas empeoren, más cercana está la venida de Cristo y su milenio de paz y justicia en el mundo”. Esta es una de las distorsiones más graves de la escatología cristiana. Si bien es cierto que la esperanza cristiana consiste en “cielos nuevos y tierra nueva”, no se trata de una esperanza fatalista que sólo idealiza el futuro. La espera de Jesucristo debe ser siempre activa en cambiar el statu quo viviendo la presencia del Reino de Dios, su justicia y su paz, aquí en la tierra.
Estas ocho razones acaso no sean las únicas que explican el poco interés que a lo largo de la historia de nuestro país han mostrado las iglesias evangélicas. Pero se nos ocurre que quizás ayudan a entender el fenómeno. De todos modos, las cosas están cambiando. Podríamos decir que, desde la crisis del 2001, los evangélicos y evangélicas han tomado conciencia de un hecho: lo social depende de lo político. Por lo tanto, han pasado de la instancia de la mera ayuda social y aún, la acción social, a una acción política que, inspirada en los valores del Evangelio, promueva la paz y la justicia del Reino de Dios en nuestro mundo.
Alberto F. Roldán
Doctor en Teología por el Instituto Universitario ISEDET.
Candidato a la Maestría en Ciencias Sociales (Filosofía Política) por la Universidad Nacional de Quilmes.
Presbítero Maestro de la Iglesia Presbiteriana San Andrés.
Director de la revista Teología y Cultura: www.teologos.com.ar
Ramos Mejía, 24 de noviembre de 2008
Estado, gobierno y sociedad según Norberto Bobbio
La obra del teórico italiano Norberto Bobbio, Estado, gobierno y sociedad lleva como subtítulo: Por una teoría general de la política (México: FCE, 1989) y en ella nos ofrece con suma claridad muchos temas clave de la teoría política y de la filosofía política. Vamos a sintetizar los temas que más nos interesan.
- Sociedad civil
A este respecto, Bobbio dice que en el lenguaje político actual la expresión “sociedad civil” es conocida como uno de los términos de la dicotomía sociedad civil vs. Estado. En otras palabras, se entiende por “sociedad civil” la esfera de las relaciones sociales que no están reguladas por el Estado. Es más difícil definir la sociedad civil desde lo positivo. En muchos contextos la contraposición sociedad civil vs. Instituciones políticas es una reformulación de la vieja contraposición entre país real y país legal. “En una primera aproximación se puede decir que la sociedad civil es el lugar donde surgen y se desarrollan los conflictos económicos, sociales, ideológicos, religiosos, que las instituciones estatales tienen la misión de resolver mediándolos, previniéndolos o reprimiéndolos.” (p. 43).
El punto de vista marxista de sociedad civil está expresado, por ejemplo, en La sagrada familia, obra de Marx y Engels donde se lee:
“El Estado moderno tiene como base natural la sociedad civil, el hombre de la sociedad civil, es decir, el hombre independiente, unido a otro hombre sólo por el vínculo del interés privado y de la necesidad natural inconsciente. “ (cit. en p. 47).
- Estado, poder y gobierno
¿Desde qué puntos de vista o disciplinas se estudia al Estado?
Lo primero que dice Bobbio es que para el estudio del Estado hay dos fuentes principales: la historia de las instituciones políticas y la historia de las doctrinas políticas. Casi a modo de cuadro ilustrativo muestra los distintos y más influyentes enfoques sobre el Estado:
Para Thomas Hobbes el Estado debe ser absoluto.
Para John Locke: se trata de una monarquía parlamentaria
Para Montesquieu: es un Estado limitado
Para Rousseau: la democracia
Para Hegel: la monarquía constitucional.
Distinción entre filosofía política y ciencia política
Hay dos disciplinas didácticamente diferentes:
Filosofía política y ciencia política
Pero la distinción, como en otros casos, es lábil y discutible. De todos modos, Bobbio ofrece algunas pistas para distinguir ambos enfoques:
En la filosofía política están comp.`rendidos tres tipos de investigación:
- sobre la mejor forma de gobierno o sobre la óptima república
- Sobre el fundamento del estado o del poder político
- Sobre la esencia de la categoría de lo político
En ciencia política la investigación debe reunir tres condiciones:
- El principio de verificación o de falsificación como criterio de aceptabilidad de sus resultados.
- El uso de técnicas de la razón que permitan dar una explicación causal en sentido fuerte y en sentido débil
- La abstención de juicios de valor.
Punto de vista sociológico y jurídico del Estado
El Estado moderno se concibe como tal cuando es un órgano de producción jurídica y está dotado de un aparato administrativo que logra con éxito apropiarse del monopolio de la fuerza en un determinado territorio.
“Hoy la sociología política es una parte de la sociología general; la ciencia política es una de las ciencias sociales; el Estado como sistema político es con respecto al sistema social un subsistema.” (p. 81)
Origen del nombre “Estado”
Indiscutiblemente, según Bobbio, la palabra Estado se impuso a partir del uso que Maquiavelo hace en El Príncipe.
Dice Maquiavelo: “Todos los estados, todas las dominaciones que ejercieron y ejercen imperio sobre los hombres, fueron y son repúblicas o principados.” (1513, ed. 1977, p. 5, cit. por Bobbio, p. 86).
Así, la palabra Estado sustituyó los otros vocablos con que se designaba la máxima organización de un grupo de individuos en un territorio. Esas designaciones eran: pólis y res publica.
A través de cambios no del todo claros, estado, que originalmente significaba “situación”·pasó a designar posesión permanente de un territorio y de situación de mando sobre sus habitantes.
Sobre el origen del Estado moderno.
Para Bobbio, quien mejor contribuyó a entender este origen fue Max Weber.
“Quien describió con extraordinaria lucidez este fenómeno fue Max Weber que contempló en el proceso de formación del Estado moderno un fenómeno de expropiación de parte del poder público de los medios de servicio, como las armas, el cual corre paralelamente al proceso de expropiación de los medios de producción poseídos por los artesanos de parte de los poseedores de capital.” (p. 91)
Gradualmente se llegó a definir cuál es el rol del Estado moderno:
- Prestación de servicios públicos (salud, educación)
- Monopolio legítimo de la fuerza
AFR
Buenos Aires, 1 de julio de 2009
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