De
un tiempo a esta parte en ciertos ámbitos evangélicos, pentecostales y
carismáticos se viene hablando de la unidad de la Iglesia. Dada la insistencia
en el tema y sus implicaciones, es preciso abordarlo, retomando así, desde otra
perspectiva, el tema del excelente artículo del pastor metodista Guido Bello
sobre el “ecumenismo espiritual”, publicado en este mismo espacio.[1] En
principio, el anhelo de unidad no tiene
nada de malo en sí mismo, ya que, la intención de Dios en Jesucristo siempre ha
sido la unidad del pueblo de Dios. La oración de Jesús es muy clara al respecto:
“que todos sean uno … para que el mundo crea.” (Juan 17.21 RV 1960). El problema es cuando ciertos discursos
procedentes del mismo espectro al que alude Guido Bello, tienden a confundir
deliberada o inconscientemente la unidad con la uniformidad. En efecto, se
habla no solo de “unidad espiritual” sino también de “unidad estructural”,
expresión que es menester analizar con
cierta profundidad, dada la importancia del tema y sus consecuencias. Las
preguntas se imponen: ¿es posible una unidad estructural entre las iglesias
cristianas? Y si así fuese: ¿cuáles serían las aporías imposibles de soslayar?
Debemos
recordar que en los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia se definió con
cuatro notas o características: La Iglesia es una, santa, católica[2] y
apostólica. De modo que hablar de unidad de la Iglesia no es algo nuevo en la
historia. Esa cuádruple designación fue formulada en el concilio de
Constantinopla en el año 381 d. C. y confirmada en posteriores concilios como el
de Éfeso y Calcedonia. Lo significativo es que esas notas eclesiales fueron aceptadas también por los reformadores, como
notas distintivas de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Sin embargo, agregaron
algo más. Como explica Hans Küng:
Los
reformadores protestantes no negaron los cuatro predicados de la Iglesia, pues
mantenían expresamente los antiguos símbolos de la fe; pero, con miras a las
comunidades y a la reforma de la Iglesia, les pareció decisiva otra cosa.
También ellos se preguntan: ¿dónde está la verdadera Iglesia? Pero su
respuesta, a par teológica y polémica fue: donde se predica puramente el
evangelio y se administran rectamente los sacramentos.[3]
Por
lo expuesto, no estaba en la intención de los reformadores del siglo XVI romper
con esa tradición, reconociendo que, al fin de cuentas, la Iglesia de Cristo es
una sola, santa, universal y apostólica en su fundamento. Pero dada la
corrupción en que había caído la Iglesia en esos tiempos, postularon la
importancia de que se agreguen dos notas más: la predicación pura del Evangelio
y la administración de los sacramentos, a lo cual Calvino agregaría el tema de
la disciplina correcta.
¿De qué unidad estamos hablando
cuando decimos que la Iglesia de Cristo es una?
¿Acaso se trata de una referencia mágica al número “1” como si no existiera una
pluralidad en las formas de ser iglesia? Claramente nos referimos a una unidad
en la diversidad y unidad en la variedad. Porque no hay otro modo que ser
diversos en la unidad. En la comprensión cristiana de Dios, Él mismo es uno y
diverso al ser Padre, Hijo y Espíritu Santo: Trinidad ontológica y Trinidad
económica (salvífica), como distingue la teología. La Trinidad, como dice Leonardo Boff, es una
verdadera comunidad, modelo para la Iglesia y modelo para el mundo. El ya
citado Hans Küng nos invita a superar la idea mágica del “uno” en el sentido de
uniformidad y aceptar, gozosamente, la diversidad. Insta a pensar en la
pluralidad del culto, pluralidad del orden eclesiástico y pluralidad de la
teología. Sobre esta última, dice con acierto:
Pluralidad
también en la teología. Un solo Dios,
un solo Señor, una sola fe y una sola esperanza; pero distintas teologías,
distintos sistemas, distintos estilos de pensar, aparatos conceptuales y
terminologías, distintas escuelas, tradición y tendencias en la investigación,
distintas universidades y distintos teólogos y, en este sentido, una vez más, distintas
iglesias.[4]
No
puede ser de otro modo ya que aún la misma Biblia, que es una, es diversa en
cuanto a autores, perspectivas, líneas de pensamiento, en suma: teologías. El
mero hecho de que el cristianismo se haya expandido en tantas geografías del mundo,
habla poderosamente no sólo de su capacidad para evangelizar a las naciones
sino también a insertarse en las culturas diversas e influir en ellas a la vez
que, dialécticamente, es influida por ellas. El uso de idiomas, costumbres,
músicas, modos de pensar, maneras de administrar conducen, inevitablemente, a
la diversidad y en un mundo cada vez más pluricultural, es de pensar que esa
diversidad debe reconocerse y acentuarse.
¿Qué pasaría si aceptamos una unidad
“estructural”? Desde el lado de los protestantes, evangélicos, pentecostales,
carismáticos y renovados, una aceptación de tal postulado significaría
renunciar a sus propias teologías, formas de culto, características peculiares,
en suma: dejar de ser lo que ahora son. En el telón de fondo de tal postulado,
está la idea de una unidad estructural con la Iglesia Católica Apostólica
Romana. Pero si así fuese, es bueno ensayar un reductio ad absurdum. ¿Qué implicaría eso en términos concretos?
¿La renuncia a las doctrinas características de la Reforma? ¿La asunción de
otras doctrinas, por caso, las mariológicas o la infalibilidad papal, que nunca
han dogmas de fe para los protestantes y evangélicos? ¿Quién administraría esa
Iglesia monolítica y estructural? Y hasta podría preguntarse: ¿dejarían los
pastores y pastoras protestantes de ser autónomos respecto a la Iglesia
Católica Apostólica y Romana para pertenecer a su corpus eclesial? ¿Percibirían sus salarios u honorarios de esa
Iglesia estructuralmente monolítica? Son preguntas que acaso alguien podría
juzgar de extrañas e inoportunas pero a ellas nos conduce de la lógica del
postulado que comentamos.
Creemos que la unidad de la Iglesia
de Cristo se debe materializar en unidad en diversidad. Creemos que casi cinco
siglos de Protestantismo no pueden ser echados por la borda para renunciar a
esa manera de ser cristiano. Esto no significa dejar de reconocer la
importancia histórica que ha tenido la Iglesia Católica Romana y su aporte a la
evangelización, a la teología y la cultura del mundo. Simplemente significa que
una verdadera unidad en la diversidad implica un mutuo reconocimiento de las
iglesias que, más allá de su poder económico, son una en Cristo. Implicaría,
por otra parte, la revisión de inquietantes documentos del Vaticano, como el
famoso Dominus Iesus que, en su
apartado eclesiológico, reconoce solo a la Iglesia Católica Apostólica Romana
como la verdadera Iglesia de Cristo y acepta solo el carácter de iglesias a
algunas orientales o que tienen un episcopado “válido”, relegando a iglesias
históricas como las protestantes, al rango de meras “comunidades eclesiales”. En su
evaluación del Concilio Vaticano II –del cual fue el único observador
protestante latinoamericano- preguntaba José Míguez Bonino: “Si la Iglesia Católica
Romana tiene la plenitud de la verdad, de la unidad y de la misión, ¿qué valor
último se puede reconocer a las demás comunidades?”[5]
La uniformidad implica, de suyo, el
ejercicio de cierto poder eclesial dominante, centralista y autoritario, tendencias
que se pueden percibir con relativa facilidad en diversos cuerpos eclesiales de
cualquier signo. En estos tiempos de
pluralismo, también es bueno que las iglesias y sus líderes reconozcan la
unidad del pueblo de Dios pero en la diversidad de expresiones, cultos,
teologías y modos de pensar la fe y de vivirla. Postular una unidad en términos
de uniformidad, solo puede hacerse como fruto de la ilusión o de la imposición,
nunca desde la Biblia, la historia y el sentido común. La unidad en la
diversidad implica que las iglesias vivan un mutuo reconocimiento entre ellas,
lo cual redundará en un enriquecimiento de todas y en bendición para el mundo. Al
fin de cuentas, se trata siempre de unidad en el Evangelio del Dios que se ha
propuesto reunir todas las cosas en Cristo.
Alberto F. Roldán. Doctor en teología por el
Instituto Universitario Isedet. Máster en ciencias sociales y humanidades por
la Universidad Nacional de Quilmes. Máster en educación por la Universidad del
Salvador. Es pastor maestro de la Iglesia Presbiteriana San Andrés, de Buenos
Aires. Director de posgrado del Instituto Teológico Fiet. Es miembro de la
junta directiva de FAIE.
Ramos Mejía, 9 de setiembre de 2014
Publicado en Ecupress, 23 de setiembre de 2014.
[2] Casi es ocioso aclarar que
“católica” en ese contexto, alude simplemente a su carácter de “universal”.
Para una reflexión profunda del sentido de la catolicidad de la Iglesia véase
Juan Luis Segundo, Teología abierta para
el laico adulto, vol. 1, Esa comunidad llamada Iglesia, Buenos Aires:
Carlos Lohlé, 1968pp. 15-43
[3] Hans Küng, La Iglesia, trad. Daniel Ruiz Bueno, Barcelona: Herder, 1975, p.
319
[4] Ibid., p. 329. Cursivas originales.
[5] José Míguez Bonino, Concilio abierto, Buenos Aires: La
Aurora, 1967, pp. 99-100
Os doy a conocer mi blog:
ResponderEliminarhttp://teologiaenactualidad.blogspot.com.es/