En las últimas décadas se instaló en el ámbito de
muchas iglesias evangélicas, predominantemente pentecostales y neopentecostales,
un discurso que se conoce como “evangelio de la prosperidad” y “teología de la
prosperidad.” Títulos como Una vida
recompensada por Dios, Haciendo negocios a la manera de Dios, Haz que tu dinero
cuente y El camino de la prosperidad,
son algunos de los ejemplos de ese tipo de evangelio o de teología. Es
oportuno encarar una breve crítica desde la perspectiva bíblica. La pregunta
clave con la que encaramos la misma es: ¿cuáles son los principales problemas
que tal discurso encara a la luz del mensaje de la Biblia? Creemos que
fundamentalmente ese discurso afecta seriamente lo que entendemos, desde la
revelación, sobre Dios, Cristo y la Iglesia.
Por tal razón, no hemos de exponer lo que dice “el evangelio” o la “teología
de la prosperidad” que el lector puede conocer mediante discursos impresos o en
programas radiales o televisivos, sino que nuestra intención es contrastar tal
discurso a la luz del testimonio bíblico sobre Dios, Cristo y la Iglesia.
¿Qué nos dice la Biblia sobre Dios? Se trata de una
pregunta demasiado comprehensiva para responder en el espacio de que
disponemos. Pero algunas afirmaciones bíblicas son claras respecto al carácter
del Dios de Israel y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Recurrentemente Israel
es enseñado de que “Dios grande, poderoso y temible, (que) no hace acepción de
personas” (Dt. 19.17 RV 1999). En el libro de Job leemos que Dios “no hace
diferencia entre príncipes ni respeto más al rico que al pobre” (Job 34.19). En
el Nuevo Testamento se mantiene ese concepto. Por ejemplo, cuando Pedro llega a
la casa del gentil Cornelio para darle el evangelio, dice: “En verdad comprendo
que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del
que lo teme y hace justicia.” (Hch. 10.34). En la carta a los Romanos, Pablo
afirma lo mismo al argumentar: “gloria, honra y paz a todo el que hace lo
bueno: al judío en primer lugar y también al griego, porque para Dios no hay
acepción de personas.” (Ro. 2.10, 11). Ese carácter de un Dios que no hace
acepción de personas es el mismo que los cristianos deben tomar como modelo en
la Iglesia y la sociedad. Santiago lo dice claramente cuando amonesta en contra
de la parcialidad de quienes en las congregaciones dan prioridad al que es rico
diciéndole: “’Siéntate tú aquí, en buen lugar’, y decís al pobre: ‘Quédate tú
allí de pie’, o ‘Siéntate aquí en el suelo’, ¿no hacéis distinciones entre
vosotros mismos, y venís a ser jueces con malos pensamientos?” (Stg. 2.3-4).
Con mayor energía y, utilizando preguntas retóricas, continúa Santiago:
“Hermanos míos amados, oíd: ¿No ha elegido Dios a
los pobres de este mundo, para que sean ricos en fe y herederos del reino que
ha prometido a los que lo aman? Pero vosotros habéis enfrentado al pobre. ¿No
os oprimen los ricos y no son ellos mismos los que os arrastran a los
tribunales? ¿No blasfeman ellos el buen nombre que fue invocado sobre vosotros?
(Stg. 2.5-7). La sentencia final es demoledora: “si hacéis acepción de
personas, cometéis pecado y quedáis convictos por la ley como transgresores”
(v. 9). La deducción es muy simple: si en las iglesias se privilegian a los
ricos por encima de los pobres, si a los primeros se los pondera y ubica en los
lugares más destacados mientras a los pobres se los relega, esas actitudes,
lisa y llanamente, significan “pecado” y actuar en contra de la ley de Dios. De
paso, notemos que Santiago afirma sin ambages que los ricos “oprimen a los
pobres”. No se necesita recurrir a ideologías modernas como el socialismo –en
cualquiera de sus variantes- para saber que los ricos oprimen a los pobres. Esa
realidad ya está patentizada en profetas como Amós, Miqueas y, como hemos
visto, también en Santiago. Se trata de una constante en la historia de la
humanidad.
Pero hay otro concepto sobre Dios que también es
digno de notarse: Aunque Dios no hace acepción de personas, siempre de alguna
manera opta por los más débiles. La vida nos pone frente a opciones. La
historia no es algo lineal sino más bien dialéctica. Y hay momentos en los que
hay que optar. A Dios, de alguna manera le pasa lo mismo. Por eso es que, si
bien ama a todos, a la hora de hacer opciones frente a alternativas, hay grupos
humanos a los cuales privilegia para que reciban atención esmerada. Podríamos
decir que si bien Dios no hace acepción de personas, los seres humanos sí lo
hacen y esto obliga a la intervención divina para “nivelar” situaciones. Por
eso, Dios enseña a su pueblo que debe privilegiar a cuatro grupos: pobres,
viudas, huérfanos y extranjeros (Dt. 10.18; 24.17; Sal. 68.5; Is. 1.17; Stg.
1.27). Todos ellos, de alguna manera, son víctimas de discriminación y
desprecio y por eso el pueblo, siguiendo el modelo de Dios debe asistirlos,
cuidarlos y ayudarlos. Como expresa el filósofo judío Emmanuel Levinas: “La
justicia tributada al otro, a mi prójimo, me brinda una insuperable cercanía a
Dios. Cercanía tan íntima como la plegaria y la liturgia, las cuales nada son
sin la justicia.”[1]
¿Qué nos dice el Nuevo Testamento sobre Jesús, su mensaje
y su praxis respecto a los pobres? Una lectura honesta de los evangelios
muestra a Jesús de Nazaret en clara oposición a los ricos y las riquezas
mientras se pronuncia a favor de los pobres. Afirma: “difícilmente entrará un
rico en el reino de los cielos” (Mt. 19.23). Pronuncia una lamentación al
decir: “¡Hay de vosotros, ricos, porque ya tenéis vuestra recompensa!” (Lc.
6.24). Desafía al joven rico a dejar sus riquezas, vender todo lo que tiene y
darlo a los pobres (Lc. 18.23). Declara: “Bienaventurados vosotros los pobres
porque vuestro es el reino de Dios” (Lc. 6.20). Por alguna razón que habría que
analizar, los evangélicos han privilegiado la versión de Mateo que dice “pobres
en espíritu” (Mt. 5.3) en lugar de la versión de Lucas que habla de “pobres” a
secas. En todo caso y más allá de los intentos por armonizar ambos testimonios,
tendríamos que decir que se trata de pobres económicos y sociales que, además,
son pobres en espíritu. Como hemos
señalado en otro lugar, comentando la cristología del teólogo vasco radicado en
San Salvador, Jon Sobrino:
Sobrino dice que se trata de grupos o colectividad
de pobres en dos sentidos: el primero, pobres económicos y sociales, del griego
ptojos (del verbo ptosso = agacharse, encogerse).
Señala que de las veinticinco veces que aparece el término, veintidós de ellas
se refiere a los afligidos y económicamente desposeídos. El segundo sentido de
“pobres” es el aspecto dialéctico. Se trata de los que son “dialécticamente
pobres”, es decir, aparecen en oposición a los ricos y opresores.[2]
O, como lo expresó todavía más rotundamente el
teólogo Segundo Galilea: “La teología de la liberación pone en evidencia que no
hay ricos aunque haya pobres, sino porque.”
¿Qué diremos de la praxis de Jesús hacia los marginados? Los evangelios están
llenos de acciones redentoras de Jesús cuyos destinatarios son pobres, viudas,
extranjeros y marginados. Reivindica a quienes la sociedad y los poderosos han
marginado y declara que ellos van adelante en el Reino de Dios. Esto le causó
muchos problemas por parte del establishment
religioso y político, lo cual derivó en su muerte.
Como
dice el autor de Hebreos: “el tiempo me faltaría para hablar” (He. 11.32) de
Jesús sanando a la mujer cananea, de su diálogo con la mujer de Samaria (la que
ya había tenido cinco maridos) y muchos casos más. Y, por supuesto, me falta
tiempo para hablar de la Iglesia. Pero básicamente sería suficiente con decir
que si la Iglesia es comunidad su vida interna debe ser comunitaria. No se
trata de vivir la vida cristiana en aislamiento y en un enfermizo
individualismo donde lo único que interesa es que cada uno prospere sin
importarle los demás. El Nuevo Testamento abunda en ejemplos y exhortaciones a
la vida comunitaria (Hechos 2.43-47; 4.32-53) y Pablo dice a los efesios: “El
que robaba, no robe más, sino trabaje, haciendo con sus manos lo que es bueno,
para que tenga qué compartir con el que padece necesidad” (Ef. 4.28). Por
supuesto que el mandato de no robar vale para gobernantes y gobernados, en la
Argentina, en la China y en Japón. Implica
reemplazar el robo por el trabajo honesto y no para acumular riquezas sino para
compartir con quienes tienen verdadera necesidad de ser ayudados. La Iglesia
debe ser una comunidad solidaria y no una mera suma de átomos dispersos que
“hacen la suya” sin importarles los demás.
En
suma: ninguna teología se convalida como verdadera desde su popularidad y
amplia difusión. La verdad no es una cuestión de mayorías sino de lo que el
testimonio bíblico nos dice sobre un tema en particular. En lo que se refiere
al discurso de la teología o evangelio de la prosperidad, hemos constatado que
el testimonio bíblico sobre Dios, Cristo y la Iglesia están en las antípodas
del mismo. El Dios de Israel, que no es otro que el Padre de nuestro Señor
Jesucristo, es un Dios que no hace acepción de personas pero que manifiesta
cierta “parcialidad” a la hora de actuar para favorecer a pobres, viudas,
huérfanos y extranjeros, o sea, a quienes están fuera del acceso a las necesidades
básicas. Jesús descartó la posibilidad de servir a Dios y a las riquezas (lit. Mamón, Mt. 5.24) y se pronunció en contra de los ricos
opresores y a favor de los pobres, de quienes –afirmó- es el Reino de Dios. La
Iglesia, cuerpo de Cristo, debe seguir las mismas pisadas del Maestro que vivió
“haciendo bienes” (Hch. 10.38), ayudando a los pobres y reivindicando a los
marginados. Ninguna teología que privilegie el individualismo a ultranza y sea heredera
de un neoliberalismo que exalta el bienestar económico particular en detrimento
del bienestar de la sociedad como un todo, puede ser legitimada a la luz de los
conceptos bíblicos sobre Dios, Cristo y la Iglesia. El ya citado Levinas dice:
“Moisés y los profetas no se preocupan por la inmortalidad del alma, sino por
el pobre, por la viuda, por el huérfano y por el extranjero.”[3]
El Dios de Israel contrasta la acumulación de bienes materiales con el
conocimiento de Dios: “¿Acaso eres rey sólo para acaparar mucho cedro? Tu padre
no sólo comía y bebía, sino que practicaba el derecho y la justicia, y por eso
le fue bien. Defendía la causa del pobre y del necesitado, y por eso le fue
bien. ¿Acaso no es esto conocerme? –afirma el SEÑOR.” (Jer. 22.15-16 NVI). No
es la acumulación de riquezas materiales lo que certifica nuestro conocimiento
de Dios sino la práctica de la justicia en un mundo cada vez más individualista
e insolidario.
Alberto F. Roldán
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