martes, 23 de septiembre de 2014

Ecumenismo estructural: ¿unidad o uniformidad? Alberto F. Roldán





De un tiempo a esta parte en ciertos ámbitos evangélicos, pentecostales y carismáticos se viene hablando de la unidad de la Iglesia. Dada la insistencia en el tema y sus implicaciones, es preciso abordarlo, retomando así, desde otra perspectiva, el tema del excelente artículo del pastor metodista Guido Bello sobre el “ecumenismo espiritual”, publicado en este mismo espacio.[1] En principio, el anhelo de unidad  no tiene nada de malo en sí mismo, ya que, la intención de Dios en Jesucristo siempre ha sido la unidad del pueblo de Dios. La oración de Jesús es muy clara al respecto: “que todos sean uno … para que el mundo crea.” (Juan 17.21 RV 1960).  El problema es cuando ciertos discursos procedentes del mismo espectro al que alude Guido Bello, tienden a confundir deliberada o inconscientemente la unidad con la uniformidad. En efecto, se habla no solo de “unidad espiritual” sino también de “unidad estructural”, expresión  que es menester analizar con cierta profundidad, dada la importancia del tema y sus consecuencias. Las preguntas se imponen: ¿es posible una unidad estructural entre las iglesias cristianas? Y si así fuese: ¿cuáles serían las aporías imposibles de soslayar?
Debemos recordar que en los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia se definió con cuatro notas o características: La Iglesia es una, santa, católica[2] y apostólica. De modo que hablar de unidad de la Iglesia no es algo nuevo en la historia. Esa cuádruple designación fue formulada en el concilio de Constantinopla en el  año 381 d. C.  y confirmada en posteriores concilios como el de Éfeso y Calcedonia. Lo significativo es que esas notas eclesiales fueron  aceptadas también por los reformadores, como notas distintivas de la verdadera Iglesia de Jesucristo. Sin embargo, agregaron algo más. Como explica Hans Küng:
Los reformadores protestantes no negaron los cuatro predicados de la Iglesia, pues mantenían expresamente los antiguos símbolos de la fe; pero, con miras a las comunidades y a la reforma de la Iglesia, les pareció decisiva otra cosa. También ellos se preguntan: ¿dónde está la verdadera Iglesia? Pero su respuesta, a par teológica y polémica fue: donde se predica puramente el evangelio y se administran rectamente los sacramentos.[3]
Por lo expuesto, no estaba en la intención de los reformadores del siglo XVI romper con esa tradición, reconociendo que, al fin de cuentas, la Iglesia de Cristo es una sola, santa, universal y apostólica en su fundamento. Pero dada la corrupción en que había caído la Iglesia en esos tiempos, postularon la importancia de que se agreguen dos notas más: la predicación pura del Evangelio y la administración de los sacramentos, a lo cual Calvino agregaría el tema de la disciplina correcta.
            ¿De qué unidad estamos hablando cuando decimos que la Iglesia de Cristo es una? ¿Acaso se trata de una referencia mágica al número “1” como si no existiera una pluralidad en las formas de ser iglesia? Claramente nos referimos a una unidad en la diversidad y unidad en la variedad. Porque no hay otro modo que ser diversos en la unidad. En la comprensión cristiana de Dios, Él mismo es uno y diverso al ser Padre, Hijo y Espíritu Santo: Trinidad ontológica y Trinidad económica (salvífica), como distingue la teología.  La Trinidad, como dice Leonardo Boff, es una verdadera comunidad, modelo para la Iglesia y modelo para el mundo. El ya citado Hans Küng nos invita a superar la idea mágica del “uno” en el sentido de uniformidad y aceptar, gozosamente, la diversidad. Insta a pensar en la pluralidad del culto, pluralidad del orden eclesiástico y pluralidad de la teología. Sobre esta última, dice con acierto:
Pluralidad también en la teología. Un solo Dios, un solo Señor, una sola fe y una sola esperanza; pero distintas teologías, distintos sistemas, distintos estilos de pensar, aparatos conceptuales y terminologías, distintas escuelas, tradición y tendencias en la investigación, distintas universidades y distintos teólogos y, en este sentido, una vez más, distintas iglesias.[4]
No puede ser de otro modo ya que aún la misma Biblia, que es una, es diversa en cuanto a autores, perspectivas, líneas de pensamiento, en suma: teologías. El mero hecho de que el cristianismo se haya expandido en tantas geografías del mundo, habla poderosamente no sólo de su capacidad para evangelizar a las naciones sino también a insertarse en las culturas diversas e influir en ellas a la vez que, dialécticamente, es influida por ellas. El uso de idiomas, costumbres, músicas, modos de pensar, maneras de administrar conducen, inevitablemente, a la diversidad y en un mundo cada vez más pluricultural, es de pensar que esa diversidad debe reconocerse y acentuarse.
            ¿Qué pasaría si aceptamos una unidad “estructural”? Desde el lado de los protestantes, evangélicos, pentecostales, carismáticos y renovados, una aceptación de tal postulado significaría renunciar a sus propias teologías, formas de culto, características peculiares, en suma: dejar de ser lo que ahora son. En el telón de fondo de tal postulado, está la idea de una unidad estructural con la Iglesia Católica Apostólica Romana. Pero si así fuese, es bueno ensayar un reductio ad absurdum. ¿Qué implicaría eso en términos concretos? ¿La renuncia a las doctrinas características de la Reforma? ¿La asunción de otras doctrinas, por caso, las mariológicas o la infalibilidad papal, que nunca han dogmas de fe para los protestantes y evangélicos? ¿Quién administraría esa Iglesia monolítica y estructural? Y hasta podría preguntarse: ¿dejarían los pastores y pastoras protestantes de ser autónomos respecto a la Iglesia Católica Apostólica y Romana para pertenecer a su corpus eclesial? ¿Percibirían sus salarios u honorarios de esa Iglesia estructuralmente monolítica? Son preguntas que acaso alguien podría juzgar de extrañas e inoportunas pero a ellas nos conduce de la lógica del postulado que comentamos.
            Creemos que la unidad de la Iglesia de Cristo se debe materializar en unidad en diversidad. Creemos que casi cinco siglos de Protestantismo no pueden ser echados por la borda para renunciar a esa manera de ser cristiano. Esto no significa dejar de reconocer la importancia histórica que ha tenido la Iglesia Católica Romana y su aporte a la evangelización, a la teología y la cultura del mundo. Simplemente significa que una verdadera unidad en la diversidad implica un mutuo reconocimiento de las iglesias que, más allá de su poder económico, son una en Cristo. Implicaría, por otra parte, la revisión de inquietantes documentos del Vaticano, como el famoso Dominus Iesus que, en su apartado eclesiológico, reconoce solo a la Iglesia Católica Apostólica Romana como la verdadera Iglesia de Cristo y acepta solo el carácter de iglesias a algunas orientales o que tienen un episcopado “válido”, relegando a iglesias históricas como las protestantes, al rango de  meras “comunidades eclesiales”. En su evaluación del Concilio Vaticano II –del cual fue el único observador protestante latinoamericano- preguntaba José Míguez Bonino: “Si la Iglesia Católica Romana tiene la plenitud de la verdad, de la unidad y de la misión, ¿qué valor último se puede reconocer a las demás comunidades?”[5]
            La uniformidad implica, de suyo, el ejercicio de cierto poder eclesial dominante, centralista y autoritario, tendencias que se pueden percibir con relativa facilidad en diversos cuerpos eclesiales de cualquier signo.  En estos tiempos de pluralismo, también es bueno que las iglesias y sus líderes reconozcan la unidad del pueblo de Dios pero en la diversidad de expresiones, cultos, teologías y modos de pensar la fe y de vivirla. Postular una unidad en términos de uniformidad, solo puede hacerse como fruto de la ilusión o de la imposición, nunca desde la Biblia, la historia y el sentido común. La unidad en la diversidad implica que las iglesias vivan un mutuo reconocimiento entre ellas, lo cual redundará en un enriquecimiento de todas y en bendición para el mundo. Al fin de cuentas, se trata siempre de unidad en el Evangelio del Dios que se ha propuesto reunir todas las cosas en Cristo.

Alberto F. Roldán. Doctor en teología por el Instituto Universitario Isedet. Máster en ciencias sociales y humanidades por la Universidad Nacional de Quilmes. Máster en educación por la Universidad del Salvador. Es pastor maestro de la Iglesia Presbiteriana San Andrés, de Buenos Aires. Director de posgrado del Instituto Teológico Fiet. Es miembro de la junta directiva de FAIE.
Ramos Mejía, 9 de setiembre de 2014
Publicado en Ecupress, 23 de setiembre de 2014.



[2] Casi es ocioso aclarar que “católica” en ese contexto, alude simplemente a su carácter de “universal”. Para una reflexión profunda del sentido de la catolicidad de la Iglesia véase Juan Luis Segundo, Teología abierta para el laico adulto, vol. 1, Esa comunidad llamada Iglesia, Buenos Aires: Carlos Lohlé, 1968pp. 15-43
[3] Hans Küng, La Iglesia, trad. Daniel Ruiz Bueno, Barcelona: Herder, 1975, p. 319
[4] Ibid., p. 329. Cursivas originales.
[5] José Míguez Bonino, Concilio abierto, Buenos Aires: La Aurora, 1967, pp. 99-100

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