Quinta predicación de Cuaresma 2017 de Fray Raniero Cantalamessa ofmCap, con la presencia del Papa
La meditación fue realizada en la capilla Redemptoris Mater, en el Vaticano
Definitivamente IMPERDIBLE por su notable contenido bíblico-teológico y el reconocimiento de la importancia de la Reforma Protestante para toda la Iglesia de Cristo
El V
centenario de la Reforma protestante, una ocasión de gracia y de
reconciliación para toda la Iglesia
1. Los
orígenes de la Reforma protestante
El Espíritu Santo
que —hemos visto en las meditaciones anteriores—nos conduce a la
verdad plena sobre la persona de Cristo y sobre su misterio pascual, nos
ilumina también sobre un aspecto crucial de nuestra fe en Cristo, es
decir, sobre el modo en que la salvación realizada por él nos alcanza hoy en la
Iglesia. En otras palabras, sobre el gran problema de la justificación del
hombre pecador mediante la fe. Creo que tratar de arrojar luz sobre
la historia y sobre el estado actual de este debate es la forma más útil para
hacer del aniversario del V centenario de la Reforma protestante una ocasión de
gracia y de reconciliación para toda la Iglesia.
No podemos
prescindir de releer por completo el pasaje de la Carta a los Romanos en el que
está centrado dicho debate. Dice:
21Pero ahora,
independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado,
atestiguada por la ley y los profetas, 22justicia de Dios por la fe en
Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay diferencia alguna; 23todos
pecaron y están privados de la gloria de Dios 24y son justificados por el don
de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, 25a quien
exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la
fe, para mostrar su justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos
anteriormente, 26en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su
justicia en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree
en Jesús. 27¿Dónde está, entonces, el derecho a gloriarse? ¡Queda eliminado!
¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No. Por la ley de la fe. 28Porque pensamos
que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de la ley.
¿Cómo ha
podido suceder que este mensaje tan consolador y
luminoso se haya convertido en la manzana de la discordia en el
seno de la cristiandad occidental, dividiendo la Iglesia y Europa en dos
continentes religiosos diferentes? También hoy, para el creyente medio, en
algunos países del norte de Europa, dicha doctrina constituye la
divergencia entre catolicismo y protestantismo. Yo mismo he escuchado que
fieles laicos luteranos me dirigían la pregunta: «¿Cree usted en la
justificación por la fe?», como la condición para poder escuchar lo que yo
decía. Esta doctrina es definida por los iniciadores mismos de la Reforma
con «el artículo con el que la Iglesia está en pie o cae» (articulus stantis et
cadentis Ecclesiae).
Debemos
remontarnos a la famosa «experiencia de la torre» de Martín Lutero ocurrida en
los años 1511 o 1512. (Se llama así porque se piensa que ocurrió en una celda
del convento agustino de Wittenberg llamada «la Torre»). Lutero estaba
angustiado, hasta casi la desesperación y el resentimiento hacia Dios, por el
hecho de que con todas sus observancias religiosas y penitencias no lograra
sentirse acogido y en paz con Dios. Fue aquí donde de repente se le encendió en
la mente la palabra de Pablo en Romanos 1,17: «El justo vive por la fe». Fue
una liberación. Contando él mismo esta experiencia cerca de la muerte,
escribió: «Cuando descubrí esto me sentí renacer y me parecía que se
abrían de par en par para mí las puertas del paraíso»1.
Con
razón, algunos historiadores luteranos remontan a este momento, es
decir, a algunos años antes del 1517, el verdadero comienzo de la
Reforma. La ocasión que transformó esta experiencia interior en una
verdadera avalancha religiosa fue el incidente de las indulgencias que hizo que
Lutero decidiera colocar las famosas 95 tesis, en la iglesia del castillo de
Wittenberg, el 31 de octubre del 1517. Es importante señalar esta sucesión
histórica de los hechos. Ella nos dice que la tesis de la justificación por fe
y no por las obras, no fue el resultado de la polémica con la Iglesia del
tiempo, sino su causa. Fue una verdadera iluminación desde lo alto, una
«experiencia» (Erlebnis), como
es definida por él mismo.
Surge una
pregunta espontánea: ¿cómo se explica el terremoto suscitado por la toma de
posición de Lutero? ¿Qué había en ella de tan revolucionario? San Agustín había
dado muchos siglos antes, sobre la expresión «justicia de Dios», la misma
explicación. «La justicia de Dios (justitia
Dei) —escribió— es aquella gracias a la cual, por su gracia,
llegamos a ser justos, exactamente como la salvación de Dios (salus Dei) (Sal 3,9) es aquella por la
cual Dios nos salva nosotros»2.
San Gregorio
Magno había dicho: «No se llega desde las virtudes a la fe, sino desde la fe a
las virtudes». Y san Bernardo: «Yo, lo que no puedo obtener por mí mismo, me lo
apropio3 (usurpo!) con
confianza del costado traspasado del Señor, porque está lleno de misericordia.
[…] ¿Y que es de mi justicia? Oh Señor, recordaré sólo
tu justicia. En efecto, ella es también la mía, porque tú eres para mí la
justicia de parte de Dios (cf. 1 Cor 1,30)»4.
Santo Tomás de Aquino había ido incluso más allá. Comentando el dicho paulino
«la letra mata, mientras que el Espíritu da la vida» (2 Cor 3,6), escribe que
por letra se entienden también los preceptos morales del Evangelio, por lo cual
«también la letra del Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia
de la fe que sana»5.
El concilio de
Trento, convocado como respuesta a la Reforma, no tiene dificultades en
reafirmar esta convicción del primado de la fe y de la gracia, aunque
manteniendo (como, por lo demás, hará toda la rama de la reforma
encabezada por Calvino) las obras y la observancia de la ley necesarias en el
contexto de todo el proceso de la salvación, según la fórmula paulina de la «fe
que obra a través de la caridad» («fides
quae per caritatem operatur») (Gál 5,6)6.
Así se explica cómo, en el contexto del nuevo clima de diálogo
ecuménico, haya sido posible llegar a la Declaración conjunta de
la Iglesia Católica y de la Federación Mundial de las Iglesias
Luteranas, sobre la justificación por gracia mediante la fe, firmada el 31 de
octubre de 1999, en la que se toma nota de un acuerdo fundamental, aunque
todavía no total, sobre esta doctrina.
Entonces, ¿fue
la Reforma protestante un caso de «mucho ruido para nada»? ¿Fruto de un
equívoco? Debemos responder con firmeza: ¡no! Es cierto que el magisterio de la
Iglesia nunca había anulado las decisiones tomadas en los concilios anteriores
(sobre todo contra los pelagianos); nunca había desmentido lo que
habían escrito Agustín, Gregorio, Bernardo, Tomás de Aquino. Sin embargo,
las revoluciones no estallan por ideas o teorías abstractas,
sino por situaciones históricas concretas, y la situación de la
Iglesia, desde hacía tiempo, no reflejaba realmente las convicciones.
La vida, la catequesis, la piedad cristiana, la dirección espiritual, por no
hablar de la predicación popular: todo parecía afirmar lo contrario, es
decir que lo que cuenta son las obras, el esfuerzo humano. Además, por «buenas
obras» no se entendían en general las enumeradas por Jesús en Mateo 25, sin las
cuales él mismo dice que no se entra en el reino de los cielos; se entendían
más bien peregrinaciones, cirios votivos, novenas, ofrendas a la Iglesia
y, como compensación a estas cosas, las indulgencias.
El fenómeno
tenía raíces lejanas comunes a toda la cristiandad y no sólo a la latina.
Después de que el cristianismo se convirtió en religión de estado, la
fe era algo que se absorbía espontáneamente a través de la
familia, la escuela, la sociedad. No era tan importante insistir
sobre el momento en que se llega a la fe y sobre la decisión personal con
la que se llega a ser creyente, cuanto insistir en las exigencias prácticas de
la fe, en otras palabras, sobre la moral, sobre las costumbres.
Un signo
revelador de este desplazamiento de interés lo indica Henri de Lubac en
su Historia de la exégesis medieval. En la fase más antigua, el
orden de los cuatro sentidos de la Escritura era: sentido histórico literal,
sentido cristológico o de fe, sentido moral y sentido escatológico7.
Cada vez más a menudo, este orden se sustituye por uno diferente en el que el
sentido moral viene antes del cristológico o de fe. Antes del «qué creer», se
plantea el «qué hacer». El deber viene antes del don. En la vida espiritual, se
pensaba, primero está la vía de la purificación y luego la de la iluminación y
la de la unión8. Sin
darse cuenta, se venía a decir exactamente lo contrario de lo que
había escrito san Gregorio Magno, es decir, que «no se llega desde las
virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes».
2. La
doctrina de la justificación por fe, después de Lutero
A continuación
de Lutero y mucho antes que los otros grandes dos reformistas, Calvino y
Zwiglio, la doctrina de la justificación gratuita por la fe, en aquellos
que hicieron de ello una razón de vida, tuvo por efecto una indudable mejora de
la calidad de vida cristiana, gracias a la circulación de la palabra de Dios en
lengua vulgar, a los numerosos himnos y cantos inspirados, a los subsidios
escritos, hechos accesibles al pueblo por la reciente invención y difusión de
la imprenta.
En el frente
exterior, la tesis de la justificación por la sola fe se convirtió en
la línea divisoria entre el catolicismo y el protestantismo. Muy
pronto (en parte, con Lutero mismo), esta contraposición se extendió
y se convirtió también en contraposición entre cristianismo y judaísmo,
con los católicos que representaban, según algunos, la continuación del
legalismo y ritualismo judío, y el protestantismo que representaba la novedad
cristiana.
La polémica
anticatólica se casa con la polémica antijiudía que, por otras
razones, no estaba menos presente en el mundo católico. El cristianismo se
habría formado por oposición, no por derivación, del judaísmo. A partir de
Ferdinand Christian Baur (1792-1860), se va afianzando la tesis de
las dos almas del cristianismo: la petrina del llamado «protocatolicismo»
(Frühkatholizismus) y la paulina que
encuentra su expresión más acabada en el protestantismo.
Esta convicción
lleva a distancias lo más posible la religión cristiana respecto del
judaísmo. Se intentarán explicar las doctrinas y los misterios cristianos
(incluido el título de Kyrios, Señor,
y el culto divino dado a Jesús), como fruto del contacto con el helenismo. El
criterio utilizado para juzgar la autenticidad o no de un dicho y de
un hecho del Evangelio es su alteridad respecto a lo que es
atestiguado en el medio ambiente hebreo del tiempo. Si no fue esta la razón
principal de desenlace trágico del antisemitismo, es cierto que, unida a la
acusación de deicidio, lo favoreció, dándole una tácita cobertura
religiosa.
A partir de los
años ’70 del siglo pasado, hubo un vuelco radical en este ámbito de
los estudios bíblicos. Y es necesario decir algo sobre ello para
clarificar cuál es el estado actual de la doctrina paulina y luterana de la
justificación gratuita por la fe en Cristo. La naturaleza y el objetivo de
este discurso mío me dispensan de citar los nombres de los autores
modernos comprometidos en este debate. Quién está versado en la materia no
tendrá dificultad en dar nombre a los autores de las tesis aquí aludidas;
a los demás, pienso que no les interesan los nombres sino las ideas.
Se trata de la
llamada «nueva perspectiva sobre Jesús de Nazaret», también conocida como
«tercera vía de investigación sobre el Jesús histórico» (tercera después de la
liberal del siglo XIX y la de Bultmann y seguidores del siglo XX). Esta
nueva perspectiva consiste en reconocer en el judaísmo
la verdadera matriz dentro de la cual se ha formado el cristianismo,
destruyendo el mito de la irreductible alteridad del cristianismo con respecto
al judaísmo. El criterio con el que se juzga la mayor o menor probabilidad
de que un dicho y un hecho de la vida de Jesús sea auténtico es su
compatibilidad con el judaísmo de su tiempo, no su incompatibilidad como se
pensaba en un tiempo.
Algunas ventajas
de este nuevo enfoque son evidentes. Se reencuentra la continuidad de la
revelación. Jesús se sitúa dentro del mundo judío, en la línea de los profetas
bíblicos. Se hace también más justicia al judaísmo del tiempo de Jesús,
mostrando su riqueza y variedad. El inconveniente es que se ha ido tan
lejos en esta conquista que se la ha transformado en una pérdida.
En muchos representantes de esta tercera investigación, Jesús termina
por disolverse completamente en el mundo judío, sin distinguirse más que por
alguna interpretación particular de la Torah. Se le reduce a uno de los
profetas judíos, un «carismático itinerante», «un campesino
judío del Mediterráneo», como alguien ha escrito. Recuperada la continuidad, se
ha perdido la novedad. La nueva perspectiva ha producido estudios de muy
diverso nivel (por ejemplo, los de James D. G. Dunn,
mi autor preferido); pero he aludido a la versión que
ha circulado más ampliamente a nivel divulgativo e influido en la
opinión pública.
Se sigue
reprochando a las generaciones de estudiosos del pasado que se haya construido
cada vez una imagen de Jesús según la moda o los gustos del momento y no nos
damos cuenta de que continuamos en la misma línea. Esta insistencia en el Jesús
judío entre judíos depende, de hecho, al menos en parte,
del sentimiento de culpa (¡más que justificado!) respecto del pueblo judío
y de la nueva actitud respecto de ellos, inaugurada en la Iglesia católica por
el decreto «Nostra Aetate» del
Vaticano II. Un fin excelente, pero perseguido con un medio inadecuado (al
menos para el modo en que se utiliza).
Quién ha puesto
en evidencia lo iluso de este enfoque a efectos de un diálogo serio entre
judaísmo y cristianismo fue precisamente un judío, el rabino estadounidense
Jacob Neusner9 .
Quien ha leído el libro de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret, ya sabe mucho
sobre el pensamiento de este rabino con el cual dialoga en uno de los capítulos
más apasionantes de su libro. Jesús no puede ser considerado un judío como otro
cualquiera, explica Neusner, visto que se pone a sí mismo por encima de Moisés
y se proclama «Señor del sábado».
Pero, sobre todo
respecto de san Pablo, la «nueva perspectiva» muestra toda su
insuficiencia. Según uno de sus más conocidos representantes, la religión
de las obras, contra la que el Apóstol se lanza con tanta
vehemencia en sus cartas, no existe en la realidad. El judaísmo, incluso
en el tiempo de Jesús, es un «nomismo de la alianza» (Covenantal Nomism), es decir, una religión basada en la iniciativa
gratuita de Dios y en su amor; la observancia de la ley es consecuencia de
ello, no la causa; sirve para permanecer en la alianza, no para entrar en ella.
La religión judía sigue siendo la de los patriarcas y los profetas, en
cuyo centro está la hesed, la gracia
y la benevolencia divina.
Se buscan
entonces los posibles blancos distintos a la polémica de Pablo:
no «los judíos», sino los «judeo-cristianos», o ese tipo de
judaísmo «celoso» que se siente amenazado por el mundo pagano
circundante y reacciona a la manera de los Macabeos. En definitiva, lo que
había sido su judaísmo, antes de la conversión, y que le había llevado a
perseguir a los creyentes helenistas como Esteban.
Pero estas
explicaciones parecen insostenibles y terminan por hacer
incomprensible y contradictorio el pensamiento del Apóstol. En los
capítulos precedentes el Apóstol ha formulado una acusación tan universal como
la humanidad misma: «No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados
de la gloria de Dios»; por tres veces se lee la expresión «judíos y griegos»,
es decir judíos y gentiles, del mismo modo. ¿Cómo se puede pensar que a una acusación
tan universal corresponda una aplicación limitada a un reducido grupo de
creyentes?
3.
La justificación por fe: ¿doctrina de Pablo o de Jesús?
La dificultad
nace, en mi opinión, del hecho de que la exégesis de Pablo se comporta, a
veces, como si el problema comenzara con él y como si Jesús no hubiera
dicho nada al respecto. La doctrina de la justificación gratuita por la fe no
es un invento de Pablo, sino el mensaje central del Evangelio de Cristo, en
cualquier modo en que haya sido conocido por el Apóstol: ya sea por revelación
directa del Resucitado, o por la «tradición» que dice haber
recibido y que no estaba limitada ciertamente a las pocas palabras
del kerigma (cf. 1 Cor 15,3). Si no fuera así, tendrían razón aquellos que
dicen que Pablo, no Jesús, es el verdadero fundador del cristianismo.
El núcleo de la
doctrina está contenido ya en la palabra «Evangelio», alegre noticia, que Pablo
ciertamente no ha inventado de la nada. Al comienzo de su ministerio, Jesús
proclamaba: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos
y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). ¿Cómo podría, esto que proclama,
llamarse «buena noticia» si sólo fuera un amenazador llamamiento a cambiar de
vida? Lo que Cristo encierra en la expresión «reino de Dios» —es decir, la
iniciativa salvífica de Dios, su ofrecimiento de salvación a la humanidad—, san
Pablo lo llama «justicia de Dios», pero se trata de la misma realidad
fundamental. «Reino de Dios» y «justicia de Dios» los ha acercado Jesús mismo
entre sí cuando dice: «Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia» (Mt
6,33).
Cuando Jesús
decía: «Convertíos y creed en el Evangelio», enseñaba ya, por tanto, la
justificación mediante la fe. Antes de él, convertirse significaba siempre
«volver atrás», como indica el mismo término hebreo shub; significaba volver a la alianza violada, mediante una
renovada observancia de la ley. Convertirse, en consecuencia, tiene un
significado principalmente ascético, moral y penitencial y se realiza cambiando
la conducta de vida. La conversión es vista como condición para la salvación;
el sentido es: convertíos y seréis salvados; convertíos y la salvación vendrá a
vosotros. Este es el sentido de convertirse hasta Juan Bautista incluido.
En boca de
Jesús, este significado moral pasa a segundo plano (al menos al comienzo de su
predicación), respecto a un significado nuevo, hasta ahora desconocido.
Convertirse ya no significa volver atrás, a la Antigua Alianza y a la
observancia de la ley; significa hacer un salto hacia adelante, entrar en la
Nueva Alianza, captar este reino que ha aparecido, entrar en él. Y entrar en él
mediante la fe. «Convertíos y creed» no significa dos cosas distintas y
sucesivas, sino la misma acción: convertíos, es decir, creed;
convertíos creyendo! Convertirse no significa tanto «arrepentirse»,
cuanto «ser consciente», es decir darse cuenta de la novedad, pensar de modo
nuevo. El humanista Lorenzo Valla (1405-1457), en sus Adnotationes in Novum Testamentum, ya había puesto de relieve este
sentido nuevo de la palabra metanoia
en el uso de Jesús.
Innumerables
datos evangélicos, y la mayoría de ellos seguramente se remontan a
Jesús, confirman esta interpretación. Uno es la insistencia con la
que Jesús afirma la necesidad de hacerse como un niño para entrar en
el reino de los cielos. La característica del niño es que no tiene nada que
dar, sólo puede recibir; no pide una cosa a los padres porque se la ha ganado,
sino sólo porque sabe que es amado. Acepta la gratuidad.
Tampoco la
polémica paulina contra la pretensión de salvarse por sus obras nace con él.
Hay que negar una infinidad de hechos para excluir del Evangelio
todas las referencias polémicas a un cierto número de «escribas,
fariseos y doctores de la ley». No se pueden dejar de reconocer en la
parábola del fariseo y del publicano en el templo los dos tipos de religiosidad
contrapuestos a continuación por san Pablo: la de quien confía en sus
prestaciones religiosas y la de quien se confía a la misericordia de Dios y
vuelve a casa «justificado» (Lc 18,14).
No se trata de
una tentación presente solo en una religión, sino en toda religión, incluido
por supuesto el cristianismo. (¡Los evangelistas no recogieron las parábolas de
Jesús para criticar a los fariseos, sino para amonestar a los cristianos!).
Si Pablo toma de mira el judaísmo es porque ese es el contexto
religioso en el que viven él y sus interlocutores, pero se trata de una
categoría religiosa más que étnica. Judíos, en el contexto, son aquellos
que, a diferencia de los paganos, están en posesión de una revelación, conocen
la voluntad de Dios y, fortalecidos por este hecho, se sienten al
seguro por parte de Dios y juzgan al resto de la humanidad. Ya en el siglo
III, Orígenes decía que ahora, los que son tomados de mira por las palabras del
Apóstol, son «los jefes de las iglesias: obispos, presbíteros y
diáconos», es decir, los guías, los maestros del pueblo10.
La dificultad de
conciliar la imagen que Pablo nos da de la religión hebrea con lo que
conocemos de ella por otras fuentes deriva de un error fundamental de
método. Jesús y Pablo tienen que ver con la vida vivida, con el corazón;
los estudiosos, en cambio, con los libros y los testimonios escritos. Las
declaraciones orales o escritas dicen exactamente lo que las personas
saben que deben ser o que querrían ser, no necesariamente lo que son.
No sorprende encontrar en las Escrituras y en las fuentes rabínicas del tiempo
afirmaciones conmovedoras y sinceras sobre la gracia, la misericordia, la
iniciativa preveniente de Dios; pero una cosa es lo que dice la Escritura o lo
que enseñan los maestros, y otra lo que los hombres tienen en el corazón y gobierna
sus acciones.
Lo que sucedió
en el momento de la Reforma protestante ayuda a comprender la situación en el
tiempo de Jesús y de Pablo. Si uno mira la doctrina enseñada en las
escuelas de teología del tiempo, las definiciones antiguas nunca impugnadas, a
los escritos de Agustín tenidos en gran honor, o incluso sólo la Imitación de
Cristo, lectura diaria de las almas piadosas, encontrará allí
una magnífica doctrina de la gracia y no entenderá contra quién la pagaba
Lutero; pero si uno mira la vida cristiana del tiempo, el resultado, como
hemos visto, es muy diferente.
4. Cómo
predicar hoy la justificación por fe
¿Qué concluir
de esta mirada a vista de pájaro a los cinco siglos transcurridos desde el
comienzo de la Reforma protestante? Es vital, en efecto, que el centenario
de la Reforma no se desaproveche, permaneciendo prisioneros del
pasado, intentando establecer errores y razones, quizá en un tono más
pacífico que en el pasado. Debemos, más bien, dar un salto
adelante, como cuando un río llega a una esclusa y reanuda su curso a un
nivel más alto.
La situación ha
cambiado desde entonces. Las cuestiones que provocaron la separación
entre la Iglesia de Roma y la Reforma fueron sobre todo las
indulgencias y el modo en que tiene lugar la justificación del impío. Pero,
¿podemos decir que estos son los problemas con los cuales se mantiene en pie o
cae la fe del hombre de hoy? En una ocasión recuerdo que el cardenal
Kasper hizo esta observación: para Lutero el problema existencial número uno
era cómo superar el sentimiento de culpa y obtener un Dios benevolente; hoy
el problema, si acaso, es el contrario: cómo devolver al hombre el verdadero
sentido del pecado que ha perdido del todo.
Esto no
significa ignorar el enriquecimiento realizado por la Reforma o desear volver
atrás, al tiempo anterior. Más bien, significa permitir a toda la
cristiandad que se beneficie de sus muchas e importantes conquistas, una vez
liberadas de ciertas distorsiones y excesos debidos al clima acalorado del
momento y a la necesidad de enderezar abusos crasos.
Entre los
excesos que resultan de la secular concentración sobre el problema de la
justificación del impío, uno me parece que ha hecho del cristianismo
occidental un anuncio sombrío, concentrado totalmente en el pecado, que la
cultura secular ha acabado por combatir y rechazar. Lo más importante no es lo
que Jesús, con su muerte, ha quitado del hombre —el pecado—, sino lo
que ha donado, es decir, el Espíritu Santo. Muchos exegetas consideran hoy
el capítulo tercero de la carta a los Romanos sobre la justificación por la fe,
como inseparable del capítulo octavo sobre el don del Espíritu y un todo
uno con él.
La justificación
gratuita mediante la fe en Cristo debería ser predicada hoy por toda
la Iglesia y con más vigor que nunca. Sin embargo, no en oposición a
las «obras» de que habla el Nuevo Testamento, sino en contraste con la
pretensión del hombre postmoderno de salvarse por sí solo con su ciencia y
tecnología o con espiritualidades improvisadas y tranquilizadoras. Estas son
las «obras» en las que confía el hombre moderno. Estoy convencido de que
si Lutero volviera a la vida, este sería el modo en que también él
predicaría hoy la justificación por la fe.
Otra cosa
importante deberíamos recoger todos, luteranos y católicos, del iniciador de la
Reforma. Para él —hemos visto—, la justificación gratuita por la fe
fue ante todo una experiencia vivida y sólo posteriormente
teorizada. Lamentablemente, después de él, se convirtió cada vez más en
una tesis teológica a defender o a combatir, y cada vez menos en una
experiencia personal y liberatoria, a vivir en la propia relación intima con
Dios. La declaración conjunta de 1999 recuerda muy oportunamente que el
consenso alcanzado por los católicos y luteranos sobre verdades fundamentales
de la doctrina de la justificación deberá tener efectos y encontrar una
respuesta, no sólo en la enseñanza de las Iglesias, sino también en la vida de
las personas (n. 43).
Nunca debemos
perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo que le importa
afirmar al Apóstol en primer lugar, en Romanos 3, no es que somos justificados
por la fe, sino que somos justificados por la fe en Cristo; no es tanto
que somos justificados por la gracia, cuanto que somos justificados por la
gracia de Cristo. Cristo es el corazón del mensaje, aún antes que la gracia y
la fe. Él es, hoy, el artículo con el que la Iglesia se mantiene en pie o
cae: una persona, no una doctrina.
Debemos
alegrarnos porque esto es lo que está sucediendo en la Iglesia y en mayor
medida de lo que normalmente se piensa. En los últimos meses he podido
participar en dos encuentros: uno en Suiza, organizado por evangélicos con la
participación de los católicos; el otro en Alemania, organizado por católicos
con la participación de los evangélicos. Este último celebrado en Augsburgo en
enero pasado, me ha parecido verdaderamente un signo de los tiempos. Había seis
mil católicos y dos mil luteranos, en su mayoría jóvenes, procedentes de toda
Alemania. El título en inglés era «Holy
Fascination», santa fascinación. El que fascinaba a la multitud era Jesús
de Nazaret, hecho presente y casi tangible por el Espíritu Santo. Detrás de
todo esto, una comunidad de laicos y una casa de oración (Gebetshaus), activa desde hace
años y en plena comunión con la Iglesia católica local.
No era un
ecumenismo del «¡querámonos mucho!». Misa muy católica (¡con incienso!”),
presidida una vez por mí y una vez por el obispo auxiliar de Augsburgo; otro
día, Santa Cena presidida por un pastor luterano, en total respeto de cada
uno por la propia liturgia. Adoración, enseñanzas, música: un clima que sólo
los jóvenes son capaces hoy de organizar y que podría servir como modelo
para algún acontecimiento especial durante las Jornadas Mundiales de la
Juventud.
Pregunté una vez
a los responsables si debía hablar de la unidad de los cristianos; me
respondieron: «No, preferimos vivir la unidad, en lugar de hablar de ella».
Tenían razón. Son signos de la dirección en que el Espíritu —y con él
el papa Francisco—nos invitan a caminar.
¡Feliz y Santa
Pascua!
Fuente: (ZENIT – Ciudad del Vaticano, 7 Abr. 2017
©de la
traducción Pablo Cervera Barranco
1 M.
Lutero, Prefacio a las obras en latín, ed. Weimar vol. 54, p. 186.
2 San Agustín, De spiritu et littera, 32,56 : PL 44,237.
3 San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, II, 7: PL 76,1018.
4 San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.
5 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-IIae, q.106, a.2.
6 Concilio de Trento, «Decretum de iustificatione», 7, en Denzinger-Schoenmetzer, Enchiridion Symbolorum (Herder, Barcelona 341963) n. 1531.
7 Es clásico el dístico con que fue expresado este orden: Littera gesta docet, quid credas allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas anagogia. La letra te enseña lo sucedido; lo que necesitas creer, la alegoría. / La moral, qué hacer; a donde tender, la anagogía.
8 Cf. Henri de Lubac, Histoire de l’exégèse médiévale. Le quatre sens de l’Ecriture, vol I,1 (Aubier, París 1959) 139-157.
9 Jacob Neusner, A Rabbi talks with Jesus (McGill-Queen’s University Press, Montreal 2000) [trad. esp. Un rabino habla con Jesús: el libro con el que Benedicto XVI dialoga en Jesús de Nazaret (Encuentro, Madrid 2008)].
10 Orígenes, Comentario de la Carta a los Romanos, II, 2: PG 14,873.
2 San Agustín, De spiritu et littera, 32,56 : PL 44,237.
3 San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, II, 7: PL 76,1018.
4 San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.
5 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-IIae, q.106, a.2.
6 Concilio de Trento, «Decretum de iustificatione», 7, en Denzinger-Schoenmetzer, Enchiridion Symbolorum (Herder, Barcelona 341963) n. 1531.
7 Es clásico el dístico con que fue expresado este orden: Littera gesta docet, quid credas allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas anagogia. La letra te enseña lo sucedido; lo que necesitas creer, la alegoría. / La moral, qué hacer; a donde tender, la anagogía.
8 Cf. Henri de Lubac, Histoire de l’exégèse médiévale. Le quatre sens de l’Ecriture, vol I,1 (Aubier, París 1959) 139-157.
9 Jacob Neusner, A Rabbi talks with Jesus (McGill-Queen’s University Press, Montreal 2000) [trad. esp. Un rabino habla con Jesús: el libro con el que Benedicto XVI dialoga en Jesús de Nazaret (Encuentro, Madrid 2008)].
10 Orígenes, Comentario de la Carta a los Romanos, II, 2: PG 14,873.
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