En primer lugar, la educación es un desafío para las
iglesias porque genera personas que piensan y deciden. El ámbito religioso, por
su naturaleza, se torna fácilmente en caldo de cultivo para la manipulación. Justamente,
para evitar ese problema, las iglesias deben dar prioridad a la educación. ¿Qué
puede suceder en ámbitos eclesiales donde no se estudia? Una de sus
consecuencias es que fácilmente la gente es llevada de aquí para allá por cada
novedad que se inventa, bíblica o antibíblica. Por eso el Nuevo Testamento, en
particular el apóstol Pablo, insta a la necesidad de crecer en el conocimiento
de Jesucristo para llegar a la madurez. “Así ya no seremos niños, zarandeados
por las olas y llevados de aquí para allá por todo viento de enseñanza y por la
astucia y los artificios de quienes emplean artimañas engañosas.” (Efesios 4.14
NVI). Nótese que Pablo habla de la enseñanza arraigada en Jesucristo para
evitar ser llevados de aquí para allá, víctimas de la astucia y artificios de
los falsos maestros. No creo que Pablo escriba esto desde una mera teoría, sino
que su advertencia seguramente surge de una realidad en que las iglesias vivían
entonces. La enseñanza adecuada en la palabra de Dios y que toma como modelo a
Jesucristo, genera personas adultas, pensantes y que pueden hacer decisiones.
En segundo lugar, la educación es un desafío para que
las iglesias reconozcan la autonomía de las ciencias y los saberes. ¿Qué
significa esto? Una referencia histórica quizás lo pueda aclarar. Sabemos que
la Edad Media fue la era de esplendor de la religión cristiana y, por ende, de
la teología. En aquellos tiempos, la teología era “la reina de las ciencias” y
la filosofía sólo era una “sierva” de ella. La Iglesia católica de entonces
tenía el monopolio del saber y de las ciencias. Pero todo cambió. Con el
advenimiento de la Reforma Protestante, la modernidad, los descubrimientos
científicos, el racionalismo y el Iluminismo, los saberes se fueron
independizando de lo eclesiástico. En palabras más técnicas, diríamos que se
“secularizaron” (del latín seculare = siglo,
edad, mundo). Con la creación de las universidades y los centros de estudio, la
Iglesia ya no tenía el monopolio del saber. Y, además, porque cada ciencia es
autónoma de otras ciencias y también del ámbito religioso. Al punto de que, no
hay una biología “cristiana” ni una economía “cristiana” ni una botánica
“cristiana” ni una cosmología “cristiana”. El problema radica en aproximaciones
erróneas a la Biblia, como si la Escritura fuera un manual para aprender
ciencias. Por eso es bueno recordar las famosas palabras de Galileo Galilei:
“La Biblia no nos ha sido dada para saber cómo es el cielo sino para saber cómo
llegar a él.” Cabe recordar, por las dudas, que Galileo fue condenado por la
Iglesia católica por postular teorías que, aparentemente, eran anticristianas.
Si nuestra idea de Dios es sólo eclesiástica, en el
sentido de que Dios actúa sólo en la Iglesia, entonces todo lo que acontece
fuera de ella no es de su interés ni tampoco debe ser importante para nosotros.
Pero si entendemos que Dios actúa en la historia y en el mundo, bien podemos
decir con Juan Calvino, que hay una “gracia especial” en Jesucristo, también
hay una “gracia general” de Dios por la cual Él actúa dando inteligencia al ser
humano para investigar y crear realidades como la ciencia, la medicina, el arte
y las leyes para el bien, no solo de los creyentes, sino de toda la humanidad. Ante
un nuevo descubrimiento de la ciencia, en lugar de rasgarnos las vestiduras
deberíamos estar agradecidos a Dios porque ha dado inteligencia a los seres
humanos para descubrir en el libro de la creación (o de la Naturaleza) nuevas
leyes y realidades que puedan ser usadas para el bien de la sociedad.
En tercer lugar, las iglesias deben encarar y
facilitar formas educativas para el mundo. Las comunidades de fe no deben ser
ámbitos en los cuales sólo se da enseñanza bíblica, teológica o doctrinal. En
última instancia, la Iglesia debe estar al servicio de la sociedad y del mundo.
Por eso los pastores, pastoras y líderes deben alentar las vocaciones no sólo
ministeriales sino de todos los ámbitos de la realidad. La sociedad necesita de
cristianos y cristianas comprometidos con el Evangelio pero con una fe sólida
que les permita dialogar con el mundo y sus ideas. Claro que para ello se
necesita una educación cristiana profunda y amplia, que no se reduzca a la mera
transmisión de doctrinas sino que haga pensar y reflexionar. En palabras de George
Coe:
“La educación cristiana no consiste primeramente en
la transferencia de un conjunto de ideas de una generación a otra, sino más
bien en cultivar la voluntad inteligente. La educación cristiana no será
exitosa si no incrementa la hermandad, efectiva y no meramente sentimental, en
el mundo.” Justamente esto último: “el mundo” señala el lugar donde Dios nos ha
colocado para ser mayordomos y administradores de todos los bienes que Dios ha
creado. Las iglesias están llamadas a participar en la educación no sólo al
interior de ellas sino también al exterior, es decir, al mundo. Como dice Paulo
Freire: los hombres y mujeres “como seres ‘abiertos’, son capaces de lograr la
compleja operación de transformar simultáneamente al mundo por medio de su
acción, y de entender y expresar la realidad del mundo a través de su lenguaje
creador.”
En lo que a la educación concierne, las iglesias
cumplen su misión en la medida en que generen personas pensantes, reconozcan la
autonomía de las ciencias y, sobre todo, alienten la participación activa de
sus miembros en la transformación del mundo.
Alberto F. Roldán
Buenos Aires, 5 de marzo de 2013
La La
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