La
creación levanta su cabeza para contemplar el nuevo mundo
Iglesia
y ecología
Alberto
F. Roldán
El problema ecológico
es un fenómeno en cierto modo reciente en la historia de la humanidad. Surge a partir de la constatación de que los
recursos naturales no son renovables ni inagotables. Una de sus causales radica
en la industrialización indiscriminada, en la cual no se toman en cuenta sus
consecuencias humanas y ambientales o lo que hoy se denomina: “daños
colaterales”. El ser humano occidental, influido por falsas ideas con aparente
fundamentación bíblica, hizo que explotara la naturaleza considerándola un bien
manipulable a su antojo. Decimos “aparente”, porque todo se origina en una
falsa interpretación del mandato bíblico: “llenen la tierra y sométanla”
(Génesis 1.28 NVI). La lectura que se hizo de ese mandato derivó en que un
dominio explotador antes que en una mayordomía responsable.
Una correcta lectura
del testimonio bíblico muestra claramente que Dios pone al ser humano en la
tierra para que sea su administrador de los recursos para el bien de toda la
humanidad. La tierra sigue siendo propiedad de Dios (Salmo 24.1) y es dada por
Él a los seres humanos para que la administren sabia y responsablemente. El
Antiguo Testamento incluye algunas leyes para que el pueblo de Dios cuidara la
tierra. En Levítico 25 se establece lo siguiente:
“Durante seis años
sembrarás tus campos, podarás tus viñas y cosecharás sus productos; pero
llegado el séptico año la tierra gozará de un año de reposo en honor al SEÑOR.
No sembrarás tus campos ni podarás tus viñas; no segarás lo que haya brotado
por sí mismo ni vendimiarás las uvas de tus viñas no cultivadas. La tierra
gozará de un año completo de reposo.” (vv. 3-5 NVI).
La disposición divina
denota claramente que la tierra debe ser cuidada, que necesita reposo, que no
es un bien inagotable y mucho menos un objeto a explotar. Hoy por hoy asistimos
al problema de una industrialización que no admite límites y a un uso
indiscriminado de la tierra, la cual es sometida a monocultivos que traen sus
consecuencias a mediano y largo plazo.
Todo esto es preciso que
sea analizado desde una óptica teológica en la cual siempre debe privilegiarse
la vida en todas sus manifestaciones. Bien dice el teólogo reformado Jürgen
Moltmann:
“Hay que examinar
detenidamente toda propiedad humana, en especial la gran propiedad industrial y
los medios de transporte, en función de su incidencia
medioambiental. Todo cuanto dañe o destruya el medio ambiente natural ha de
ser restringido o suprimido totalmente. […] Es preciso desenmascarar como
‘antinatural’ e ‘insano’ el modo de vida, propio de los países desarrollados,
que produce tantos residuos, y reformarlo a favor de un modo de vida más
natural.” (La justicia crea futuro, pp.
26-27).
Estas recomendaciones
corresponden a la función profética de la Iglesia que debe señalar no sólo las
injusticias que se cometen en la relación persona a persona, es decir,
intersubjetiva, sino también desde los seres humanos hacia la creación, ya que
entre los seres humanos y la creación existe una relación inextricable y
vinculante. Con gran agudeza y visión profética, San Pablo escribe:
“La creación aguarda con ansiedad la revelación de
los hijos de Dios, porque fue sometida a la frustración. Esto no sucedió por su
propia voluntad, sino por la del que así lo dispuso. Pero queda la firma
esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la
esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios.”
(Romanos 8.19-21).
Cuando en los años 1980
intenté hacer una tesis a partir de este pasaje paulino, recuerdo que no encontré
demasiada bibliografía para el tema. Hoy por hoy, el problema ecológico es una
realidad global que ya nadie puede negar y, por supuesto, la bibliografía sobre
el tema se ha multiplicado. ¿Qué nos dice el pasaje transcripto? Pablo afirma
que el pecado humano no sólo ha afectado al individuo sino a la sociedad en su
conjunto y aún a la creación (lo que muchos no creyentes denominan
“Naturaleza”). La creación en su conjunto ha sido sometida a frustración y a
una corrupción que la esclaviza. Pero esto no es definitivo. Si bien Dios ha
determinado que, como consecuencia del pecado humano la tierra produzca
“espinos y cardos”, hay esperanza de un futuro mejor. La creación experimentará
un día la libertad gloriosa que corresponde a los hijos de Dios. En otras
palabras, una vez que los hijos e hijas de Dios experimenten la redención de
sus cuerpos, también la creación que hoy “levanta su cabeza” para contemplar la
redención final: el nuevo mundo. No en vano las promesas de Dios incluyen no
sólo un cielo nuevo, sino también una tierra nueva (2 P. 3.13; Ap. 21.1).
La Iglesia es
responsable ante Dios por el cuidado de la creación. Esa misión consiste, entre
otras dimensiones, en hacer oír su voz profética toda vez que se explote la
tierra, sin considerar las nefastas consecuencias, la contaminación y la muerte
que ello produce. Pero tiene también una función docente y ejemplar, en el
sentido de formar ciudadanos y ciudadanas responsables del cuidado del medio
ambiente. Debemos confesar que no fueron los cristianos y cristianas que
formularon las voces de advertencia sobre el problema ecológico. Más bien, el
problema fue señalado desde ámbitos orientalistas. Es hora de que la Iglesia
tome conciencia de que su misión no se reduce a “salvar almas y llevarlas al
cielo lo antes posible”, sino que incluye la transformación de las personas en
todas sus dimensiones y el cuidado de la creación. El propósito de Dios es
cósmico e incluye la reconciliación de todas las cosas del cielo y de la
tierra, en Cristo (Colosenses 1.20). Mientras aguardamos con anhelo la llegada del
nuevo mundo de Dios somos responsables del cuidado de este viejo mundo en el
cual Dios nos ha colocado para administrarlo para Su gloria y el bien de toda
la humanidad.
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