El cristianismo siempre
ha hablado de la salvación. Pero como bien preguntaba el teólogo uruguayo Juan
Luis Segundo, se trata de responder a dos preguntas clave: “¿salvados de qué?” y
“¿salvados para qué?”
En general, salvo
honrosas excepciones, toda la historia de la teología cristiana ha acentuado en la importancia del individuo.
Eso explica dos slogans, uno católico
y el otro evangelical: “salva tu alma”
y “acepta a Jesús como tu único y suficiente Salvador.” El primero, implica
cierto dualismo latente ya que pareciera indicar que lo importante es “el alma”
y no tanto el cuerpo. El dualismo antropológico resalta lo espiritual (el alma
o el espíritu) en detrimento del cuerpo. Porque lo rescatable del ser humano,
lo perdurable y de allí, lo importante, es su alma. Por supuesto esto desconoce
el sentido de alma en las Sagradas Escrituras que siempre apuntan a una
totalidad llamada ser humano, una realidad dinámica y compleja con dimensiones
espirituales, intelectuales, volitivas, corpóreas. Y, además, desconoce que el
mensaje bíblico apunta a una redención completa: la redención de nuestro
cuerpo.
El segundo slogan, fuertemente arraigado en el
mundo llamado “evangélico” acuñó e instaló la famosa definición: “acepta a
Jesús como tu único y suficiente Salvador”. Nótense dos aspectos de la fórmula:
uno, que todo depende de la decisión humana sin decir nada de la acción divina
en la salvación y, segundo, que acentúa a Jesús como Salvador y no como Señor. En
uno de los textos acaso más importantes sobre el tema, San Pablo dice: “si
confiesas con tu boca que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo
levantó de entre los muertos, serás salvo.” (Romanos 10.9 NVI). No he
encontrado una crítica más certera al reduccionismo de aceptar a Jesús como
Salvador personal, que la expresada POR el teólogo Harvey Cox:
“La piedad protestante
ha reducido las dimensiones de la pretensión cristiana. Hemos tomado la
primitiva afirmación cristiana de que ‘Jesucristo es el Señor’, una confesión
que expresa la exultante amplitud superlativa y cósmica de la actitud de Dios y
la hemos substituido por el diminutivo pietista de ‘acepto a Jesús como mi
salvador personal’. Aunque a esta frase se aferran tenazmente aquellos que
pretenden estar más cerca del testimonio bíblico, la frase misma jamás aparece
en el Nuevo Testamento y por consiguiente hay muy poca justificación bíblica
para ella. Reduce las pretensiones del evangelio a las dimensiones manipulables
de un individualismo interiorizado.”[1]
Difícilmente este
perfil individualista e intimista permita dar el paso hacia un concepto más
integral de la salvación. Algunas teologías, como la reformada, por lo menos
incluyen una salvación de la familia, a partir de su doctrina del pacto de
gracia general de Dios que contempla y obra en los hijos de padres cristianos que,
aunque bautizados, deben hacer su confirmación de fe.
¿Cuál es la razón que
motiva nuestro tema? Aunque parezca tomado de los pelos, surge de lo que está
aconteciendo en muchas regiones del planeta con huracanes y terremotos. El
lector acaso se pregunte: ¿qué tiene que ver el tema de la salvación con los
terremotos? No faltan quienes en su inocultable tendencia espiritualizante,
culpan al diablo como el causante de estos desastres. Esto sucede, argumentan,
porque no oramos lo suficiente como para “atar al hombre fuerte”. Sin embargo, hay
otras lecturas del fenómeno acaso más plausibles. Si recordamos los relatos de Génesis
1 y 2 encontramos que Dios pone al ser humano en la tierra para ejerza dominio
sobre lo creado. Sucede que el “dominio” del que habla el texto se interpretó a
través de la historia como explotación considerando que los recursos naturales
eran inagotables. No se entendió en términos de la mayordomía que el ser humano
debía ejercer en la creación. El hombre debía cultivar y cuidar del huerto. La
historia es el registro de la explotación de la creación o de la naturaleza por
parte del ser humano depredador.
Y llegamos así a lo que
San Pablo describe en estos términos:
“La creación aguarda
con ansiedad la revelación de los hijos de Dios, porque fue sometida a la
frustración. Esto no sucedió por su propia voluntad, sino por el del que así lo
dispuso. Pero queda la firme esperanza de que la creación misma ha de ser
liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa
libertad de los hijos de Dios.” (Romanos 8.19-21 NVI).
Hoy, la creación gime. Y
los pueblos del Caribe y de México gimen también al asistir a desastres como el
que comentamos. Esos desastres no son productos del diablo sino que ocurren por
la deletérea acción humana de la sistemática destrucción del ecosistema que se
verifica, por ejemplo, en la indiscriminada tala de árboles y el monocultivo,
situación que es descrita por Daniel Beros en los siguientes términos:
Tanto
la violencia estructural que sufre la mayor parte de la humanidad, que se expresa
en explotación, marginalización y muerte, como en la creciente destrucción de
los ecosistemas y de la biodiversidad de la tierra, se revela la amenaza que,
si bien se percibe en forma concreta y mayoritaria en los márgenes del “sur
global”, se extiende sobre el mundo y la vida en su conjunto: su completa
destrucción.[2]
Los cristianos y
cristianas debiéramos recordar el papel que debe desempeñar el ser humano en el
mundo de Dios: no de explotación de los recursos naturales que, ya se sabe, son
limitados, sino en una actitud de mayordomía responsable que privilegie la vida
en todas sus expresiones antes que las políticas de muerte y destrucción las que
adquieren las formas de persecución de pecadores, guerras de exterminio y explotación
de la naturaleza y que muchas veces se montan en (falsos) valores del Evangelio.
Es necesario crear una conciencia ecológica sobre la cual dice Howard Snyder:
“El surgimiento de la
conciencia ecológica podría ser el nuevo don de Dios a la iglesia para ayudarla
a descubrir las dimensiones más amplias de la verdad de que en Cristo Jesús
todas las cosas encuentran coherencia. De ser así, la iglesia no precisa
inventar una nueva historia ni dar por sentado que en realidad hay muchas
historias igualmente válidas, sino mantenerse abierta a descubrir nuevo (sic) capítulos y episodios del gran
relato de la redención en Cristo Jesús.”[3]
Sólo recuperando una
dimensión ecológica de la salvación la Iglesia cristiana –en cualquiera de sus tradiciones-
podrá cumplir con la missio Dei que
implica pasar de una salvación puramente individual, espiritual y escapista, una
salvación de un planeta seriamente amenazado.
Alberto
F. Roldán
Ramos Mejía 20 de setiembre de 2017
[1] Harvey Cox, No lo dejéis a la serpiente, trad. José Luis Lana, Barcelona:
Península, 1969, pp. 130-131
[2] Daniel Beros, “El límite que
libera: la justicia ‘ajena’ de la cruz como poder de vida. Implicaciones teológico-antropológicas
de una praxis política emancipadora” en Martín Hoffmann, Daniel Beros, Ruth Mooney,
editores, Buenos Aires: Ediciones La Aurora-UBL, 2016, p. 212. Cursivas
originales.
[3] Howard Snyder, Coherencia en Cristo. El sentido más amplio
de la ecología, trad. Elisa Padilla, C. René Padilla, Buenos Aires: Ediciones
Kairós, 2017, p. 54
No hay comentarios:
Publicar un comentario